Atenas

La memoria del estucador

A mí lo que más me ha gustado de la pasada Diada es el repique de campanas. Su ingenua alegría, su pulcritud, su claridad noucentista, su modestia tímbrica y a la vez la solemnidad con la que se expande por el cielo. Orden y perfección. Ahora que en las ciudades ya no se oye el tañer de las campanas a media tarde ni para enterrar a los muertos, me llamó la atención que en Cataluña volviesen a oírse para llamar a la feligresía a darse la mano en una cadena humana que pedía la independencia para su territorio –que para eso es de ellos–; incluso me alarmó porque cumplía esa función rural de avisar a los lugareños de la llegada de los lobos, de una plaga de filoxera, de un ejército napoleónico invasor, de una partida de carlistas hambrientos, o de algo peor, que debe de haberlo. Era como si de repente todo volviese a un pasado redentor, ideal e hipnótico y la gente danzara ebria de felicidad. Pocos lugares en la tierra deben quedar donde sean plenamente conscientes de que están haciendo historia –cuando lo más sensato es huir de ella y de sus buenas intenciones–; hacer historia, decíamos, con ese atrevimiento, sin duda iluminado, de abrir los ojos y encontrarse con la verdad. Eso no debe ser ni bueno ni nuevo, pero me faltan argumentos para rebatirlo. Citaremos, pues, a Borges, cuando recordó (en sus «Inquisiciones») que, en el primer siglo de nuestra era, «Plutarco se burló de quienes declaran que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto». Ya ven. Unos se esmeran laboriosamente, por supuesto, en hacer historia y otros la borran o la expolian. Han tapado los cinco agujeros de los balazos de las huestes de Tejero en el Congreso. Digamos que, en este caso, la memoria no ha soportado el trabajo del estucador, que no sé si podría convertirse en la prueba infalible de que lo que resiste la espátula de un operario descreído, no merece la pena conservarse.