Literatura

Alfonso Ussía

Lerdos del rincón

La Razón
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El malagueño Rincón de la Victoria era famoso por una joya literaria. Por ser la cuna y la casa de un escritor y poeta excepcional, don Manuel Alcántara. «Cuando se muera la muerte/ si gritan ¡ a despertarse!/ a mí que no me despierten». Manolo Alcántara es también un maravilloso escritor de periódicos, y sus artículos, una delicia asegurada para quienes los leemos. En estos días, el Rincón de la Victoria ha aumentado su fama por unos cantimplas y babiecas que parecen ser sus gobernantes municipales. El Ayuntamiento, gobernado por las izquierdas obtusas y zotes, ha decidido crear un registro para que los niños allí residentes puedan hacer la Primera Comunión por lo civil. Como apunta Arturo Pérez Reverte, «en España somos muy tontos por encima de nuestras posibilidades, que eran enormes».

La animadversión, o mejor escrito, el odio a la Iglesia y a la religión católica de los comunistas es trágica y cómica. Trágica, porque centenares de sacerdotes, religiosos, monjas, hermanas y colaboradores parroquiales, fueron pasados por las armas y torturados en los años de la «añorada Segunda República». Y cómica, por estas cosas de hogaño. La primera comunión por lo Civil, que es como un mar de arena, una montaña llana, una playa en Puertollano, un cielo en el subsuelo o una gorda flaquísima. Es decir, un imposible. Es curiosa la fijación obsesiva. El mausoleo de Lenin en Moscú, que en la actualidad es un atractivo reclamo turístico, se inspiró en modelo hortera, en la Capilla Sixtina del Vaticano. Comulgar por lo civil es, más que un contrasentido, una mamarrachada. Ese temor que experimentan muchos agnósticos en los momentos previos a la muerte, y que les hace pedir el consuelo de la extremaunción, va a establecer un nuevo disparate sacramental en el Rincón de la Victoria. Desde hoy, a los agonizantes ateos, se les suministrará la extremaunción por lo civil, y serán los concejales de Podemos los encargados de consolar a los enfermos en sus últimos momentos.

Un agnóstico radical, un ateo sin remedio, de profunda cultura y sabiduría fue don Enrique Tierno Galván, el Viejo Profesor. Cuando se sabía en las puertas de la muerte, recibió la visita de la periodista Pilar Urbano, que es de esas santitas de las que hay que escapar a toda prisa. Le propuso que se confesara y recibiera la extremaunción «para darle un empujoncito hacia el Cielo». Y Tierno, que no era creyente, le agradeció su buena voluntad y la mandó a paseo. El padre Federico Sopeña me narró una extremaunción extravagante. Don Pío Baroja sí era creyente, pero no practicante. Agonizaba con la chapela ajustada a su cabeza, y el padre Sopeña, amigo de don Pío, le visitó para despedirse. –Dáme la extremaunción, Federico-; -¿Eres creyente?-; -lo soy, aunque no haya practicado. Mira Federico, soy creyente, soy católico, creo en Dios y aborrezco a la mitad de los curas. Procede–. Vuelvo a Tierno. En la mesa de despacho del Alcalde de Madrid destacaba un crucifijo. Cuando ocupó el despacho, sus colaboradores más cercanos le recomendaron que lo quitara de ahí. Tierno no era como los zotes del ayuntamiento del Rincón de la Victoria. «La contemplación de un hombre justo, fuera Dios o no, que murió por los demás, no puede molestar a nadie. Déjenlo donde está–. Y el agnóstico gobernó Madrid con la compañía del crucifijo en su mesa y con ejemplar armonía.

«Ya está bien de depender de la Iglesia para hacer la Comunión», dice el bando municipal. Hasta la fecha, sólo se ha registrado un caso. Con toda probabilidad, el del hijo o la hija del redactor del bando. Tontos.