Ángela Vallvey

Libro al agua

Leo un libro que no se deja querer demasiado. A mi entender, es una de las plastas mejor encuadernadas de las últimas décadas, pero ya empezado... Me digo que un día voy a hacer una lista de todas las cosas que están sobrevaloradas en estos tiempos. Y que incluiré esta novela. Al menos, me sirve para hacer músculo, porque pesa más que un niño de preescolar. Me lo llevo a la piscina. Me encuentro a mi vecina Marilarva, que pone ojitos soñadores y, antes de colocarse las gafas de sol, me asegura que: «Acabo de volver de la playa... No veas qué bien he estado. A mí es que me baja la tensión al borde del mar». «Pues a mí me baja la tensión incluso al borde de la piscina», respondo a la vez que extiendo mi toalla. «Sí, ya se ve que tú eres de fácil conformar», me dice la paya. Me parece que suena a reproche, pero no me lo tomo a mal porque bastante tengo ya con la novela que estoy leyendo.

Miro el agua, la hermana agua que –como diría San Francisco de Asís, en traducción de doña Emilia Pardo Bazán– es utilísima, preciosa, casta y humilde. Justo lo contrario que mi vecina Marilarva. Mirar el agua relaja, alivia y conforta. Si no fuese por el agua, el verano español sería una afrenta. Una muestra gratuita del averno en este planeta. Las playas, los ríos, los arroyos, las fuentes, las charcas... El agua es una buena amiga, cincela con cuidado la vida, enjuga la blanca luna de agosto. Alivia las costuras que le salen al monte después de un incendio. Me quedo extasiada mirando a la piscina comunitaria y no logro impedir que Marilarva mande mi libraco dentro. (Para esto, –medito–, no hay socorrista que valga).