Lucas Haurie
Lo que vale un tuit
Entre la turbamulta inquisitorial del siglo XXI, ese magma descerebrado que se agrupa bajo el genérico «las redes sociales», habrá algún usuario que ejercite los deditos en plena posesión de sus facultades mentales; alguno habrá pero yo no lo conozco, como decía un viejo periodista de los ciudadanos de una localidad vecina, que me excusarán por su omisión. Es posible, sólo posible, que el tuitero en su individualidad conserve alguna brizna de inteligencia, si bien se despoja inmediatamente de ella en cuanto sus comentarios se confunden con el griterío de la muchedumbre. «Lo mismo un burro que un gran profesor», canta Discépolo. No en vano, los avisados hablan de «clamor» de las redes sociales cuando algo hace fortuna en esos foros: en efecto, «clamor» es lo que se produce en un estadio cuando no hay forma de escuchar nada y así se expresa la multitud: a berrido limpio (o más bien sucio). Para Ortega, todos los ciberadictos vociferantes eran hace ocho décadas hombre-masa, esto es, «el que no se valora a sí mismo por razones especiales y no se angustia, sino que se siente a salvo al saberse idéntico a los demás». Naturalmente que la posesión o alquiler de la tecnología que permite perder el tiempo en Twitter cuesta dinero, como dijo ayer Teófila Martínez. Al ciudadano si se trata de cuentas privadas y al mismo ciudadano, pero mucho más caro, cuando políticos como ella e instituciones como el Ayuntamiento de Cádiz encargan perfiles cuya única utilidad es disponer de un juguete mediante el que hacerse propaganda entre una clientela bastante más lerda que la que devora telebasura.
✕
Accede a tu cuenta para comentar