Ciencia y Tecnología

Los menonitas

La Razón
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Google. Eso. La empresa que primero exprime el contenido que otros crean y acaba por exprimir el cerebro del empleado díscolo. Entre medias, el auge de las fake news, bien situadas en los motores de búsqueda, pingüe fuente de ingresos y principal agente publicitario del Macarra en Jefe. Decía Google. El caso de James Damore. 28 años. Ingeniero. Experto en biología computacional. Investigador en Princeton, Harvard y el MIT. Despedido tras escribir un documento de uso interno titulado «La cámara de eco ideológico de Google». Damore alertaba contra la discriminación positiva. La idea, y la práctica, de fomentar la contratación de mujeres para ocupar determinadas posiciones en Google. Sin atender a la posibilidad, y a los estudios de psicología actualmente existentes, de que su inferioridad numérica sea debida no al heteropatriarcado, sino a que ciertos trabajos les interesan menos. Extrapolar de ahí que Damore sea un rapaz machista resulta tan pueril como inevitable. Es insultante, dicen los pezqueñines, la mera insinuación de que determinadas discriminaciones positivas sean no ya injustas sino, encima, erróneas y contraproducentes, posiblemente estúpidas. Bueno. Ya todo resulta injurioso. La disidencia ofende. La duda amarga. La incertidumbre zahiere. La sospecha y la discusión humillan. El matiz. Ay el matiz. El matiz no digamos. Cualquier juicio, y en especial si se refiere a cuestiones tan eléctricas como el género, la religión, etc, será uniforme con el sentir ambiente y respetuoso, o sea, firme en la dócil sumisión a lo que el personal haya decretado como idea de consumo único. Colegir de esto que escribo posibles derivas machistas, racistas y/o etc, implica no distinguir entre la urgente protección del debate y la malintencionada y demagoga arenga. A Damore, por cierto, también lo han purgado por describir un ambiente laboral en el que las ideas no progresistas, dominantes en Silicon Valley, malviven dentro del armario. Pobre de ti si te declaras contrario al credo (mal llamado) progresista. Un viscoso popurrí de bienintencionadas intuiciones, timoratos preceptos y nocivas psicosis victimistas que hacen de la izquierda moderna (lo que de ella reste) un implacable club de reaccionarios ante el que sólo cabe la rebelión a bordo. Reaccionarios, sí, porque hablamos de los mismos que aplauden la mordaza para el científico que ataca el fundamentalismo (¡Richard Dawkins censurado en Berkeley! ¡Vivir para ver!) y, por el contrario, celebran la floración de identidades culturales y lingüísticas como ineludibles pasaportes seculares que justificarían el levantamiento de nuevas fronteras. Enemistados con el progreso científico, amigos de profetas siempre que sean exóticos, campeones de la segregación y el color local, adversarios del comercio y, horror, la globalización, parece coherente que de remate dediquen el tiempo a silenciar opositores (Damore y etc). Puestos a ser reaccionarios algunos han decidido vestir el papel sin tacha. Lo alertaba hace dos años el profesor Félix Ovejero: «Una izquierda reactiva que se acerca inquietantemente a una izquierda reaccionaria». A este paso sus militantes acabarán por ejercer en el anabaptismo y patrocinar la idoneidad de ver pasar la tarde en una granja menonita. Bendita empanada ideológica, queridos.