Elecciones generales
«Me comeré a Susana con patatas»
El «asalto a La Moncloa» que Pablo Iglesias invocó como imparable aparece ya realmente lejano. El batacazo en las urnas de Podemos pone demasiadas cosas en entredicho en la formación morada. Los de Iglesias tenían tantas ansias de sentirse gobernantes que se comportaron como si lo fueran antes de tiempo. Resultado: ahora el totum revolutum de marcas se sostiene en pie a trompicones entre las torpezas de unos, las maniobras de otros y los deseos de cortar las malas hierbas del «conciliador» Pablo Echenique.
El propio Iglesias perdió la noción de que, según los votos del 20-D, era solamente tercera fuerza. Tanto fue así como para llegar a la recta final de la campaña electoral dando por hecho el «sorpasso» al PSOE, las horas contadas de Pedro Sánchez al frente de la Secretaría General e incluso el desembarco de Susana Díaz en la sede de Ferraz. «Tengo ganas de vérmelas de tú a tú con Susana, porque me la voy a comer con patatas». La sentencia pertenece al líder del partido morado, a quien no falta autoestima, obsesionado con la misión de sacar del terreno de juego a las siglas del puño y la rosa y ocupar su espacio político.
Iglesias jamás debió vender la piel del oso antes de cazarlo. Claro. Sin embargo, lo hizo. Formar parte de la oposición sin liderarla no entraba en sus planes. Hubiera sido tanto como reconocer la dificultad de convertirse en la primera fuerza de la izquierda. «Dejaremos atrás al PSOE y quedaremos a 4 puntos de distancia del PP», vaticinaba machaconamente su entorno. Los 4 puntos de distancia con el cabeza acabaron siendo en realidad 14 diputados menos que los segundos, el PSOE. El bombardeo durante toda la carrera electoral hizo mella hasta en los más renuentes a admitir el «sorpasso», la mayoría de ellos en las filas de IU. «Iglesias, desatado, no tuvo en cuenta», señala un politólogo de postín, «que por muchas sonrisas que vendiera Podemos en campaña un partido populista, cuyo principal motor es el apoyo de la gente corriente, no puede cometer el error de llenar sus listas de personajes con quienes no se irían de cañas los españoles porque causan rechazo y miedo por su radicalismo».
Con todo, Pablo Iglesias fue creyéndose su propio cuento de la lechera, avalado a golpe de «sondeocracia». Todo en base a meras expectativas. Hasta tal punto llegó, destaca uno de sus asesores de cabecera, «que creyó tener a sus pies la más potente maquinaria electoral, con la que no podía perder». Además, lo más irónico del asunto (ahora que Podemos responsabiliza al PP de haber inflado sus expectativas en los sondeos para poder jugar mejor el voto del miedo) es que su cúpula dirigente son politólogos y sociólogos expertos en interpretar datos demoscópicos. ¿Dónde quedó la gran mano de Carolina Bescansa con los sondeos? Todo apunta a que los morados prefirieron ignorar la realidad hasta darse contra el muro de las papeletas. La desaparición de 1,2 millones de votantes en toda España, con retrocesos de especial significación en las capitales donde manejan el bastón de mando los autollamados «alcaldes del cambio», ha colocado a los podemitas en un callejón. El lío está servido. Mayor aún al resurgir el duro enfrentamiento personal entre Iglesias y Errejón.
Uno y otro tratan de desviar la carga de la prueba. Los pablistas agrandan los males del diseño de la campaña. Los errejonistas culpan a la política de confluencias y, sobre todo, a la alianza con Izquierda Unida, de haber estabulado el proyecto en los límites de la izquierda radical. Las almas de Podemos chocan de nuevo. Los dimes y diretes saldrán a relucir en la cita del Consejo Ciudadano del sábado 9 de julio, en el que deberán decidir los pasos a seguir en el futuro. Será el momento de verificar el tipo de políticas que pretenden hacer y si éstas son capaces de encajar con el interés general que debe mover a cualquier partido democrático. Porque a estas horas, la única respuesta que han dado a su derrota, los tan acostumbrados a pasar por los platós de televisión y las redes sociales como movilizadores de felicidad, es la de aquellos que no saben perder. Echar la culpa de sus males a los españoles, tratándoles como tontos por no entender el cambio tan avanzado que les proponía Podemos, es la muestra de una intolerancia que descalifica a quien la practica, además de un error estratégico de primer orden.
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