Ángela Vallvey
Mentir
Hace semanas escribí aquí sobre el término «posverdad» equiparándolo con «mentira civil» y recordando que la «mentira política» ha sido ancestralmente asumida por la moral tradicional como (incluso) necesaria. Kant reflexionó «sobre el supuesto derecho de mentir por humanidad»; para él, existía un «deber de verdad», la mentira no estaba justificada ni creía que pudiese acreditarse ningún derecho a mentir «por humanidad». Ponía un ejemplo extremo: un asesino llega a casa de una persona y le pregunta por el paradero de un tercero al que se dispone a matar. La posible víctima está escondida allí, y el dueño sabe que puede ser asesinada... Pero ni siquiera entonces tendría para Kant derecho moral a mentir. Para Benjamin Constant, el «deber de verdad» es relativo: la verdad hay que procurársela solo a quienes la merecen, de modo que la naturaleza moral del interlocutor será determinante a la hora de decirle, o no, la verdad. O sea: que Benjamin Constant no le diría nunca la verdad a un asesino que se dispone a matar a un inocente, mientras que Kant sí lo haría, porque no se permitiría transgredir el deber moral de verdad. La mentira civil siempre fue condenada. Hasta ahora. Por contra, la mentira jurídica se ha admitido con total naturalidad, en distintas legislaciones, casi como un derecho fundamental: el del acusado a defenderse. El ciudadano se enfrenta a tres tipos de verdad/mentira: civil, jurídica y política. Jurídica y políticamente, se tolera cómodamente la mentira, mientras que se reprime con dureza la mentira civil. La propia religión cristiana, en Occidente, la condena: «No dirás falso testimonio ni mentirás» (octavo mandamiento). Si bien, la mentira política ha sido, como digo, algo no sólo consentido, sino disculpado, estimulado y alentado a lo largo de los siglos. Los sofistas la consideraron moral. Platón estaba convencido de que los gobernantes debían echar mano de la mentira siempre que ello fuese en interés del Estado, y consideraba imprescindible y fundamental engañar a los enemigos, y a los propios ciudadanos, con toda tranquilidad para conseguir ciertos fines. Claro que, por aquellos tiempos, Platón pensaba en «el bien del Estado»; desde entonces las cosas han cambiado: el gobernante mendaz utiliza «in saecula saeculorum» la mentira para lograr su propio bien personal, y nada más. La novedad de nuestra época es que el ciudadano reclama el derecho a la mentira civil. Y eso afectará a la mentira política, desenmascarándola, haciéndola (quizás) derrumbarse.
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