Paloma Pedrero
Mi regalo
Vivo al margen de las fiestas oficiales. Me siento muy alejada de lo que divierte a la mayoría. De lo que toca celebrar. Ayer tocaba el día de la madre y mi hija, que acaba de cumplir los dieciocho, presionada por tanta publicidad, me preguntó qué podría gustarme de regalo. Una carta, un dibujo, un masaje, le contesté. Y con sorprendente naturalidad asintió. Se sentó a mi lado y me dijo: «Voy a hablarte de tu última obra. Como la he visto más de cinco veces, tengo mucho que contarte». Y comenzó, comenzó a hacer un análisis profundísimo del texto de «Ana el once de marzo», de la puesta en escena, de los personajes, de la música y hasta de la luz. Me habló del terrorismo. De cómo ella entendía lo que significaba cada mujer en la vida del personaje ausente de la obra. Un hombre al que me describió física y psicológicamente con todo lujo de detalle. Estuvo más de una hora descubriéndome aspectos y cuestiones que ni yo misma había sospechado. Al final me dijo la frase más bonita que se le puede decir a un artista doliente: «Es algo demasiado grande para la gente vulgar». Entonces, conmovida, la pregunte, «¿tú vas a cuidar de mis obras cuando yo desaparezca?». «Todo, madre, más que si fueran mías». Por primera vez fui consciente de que mi hija prefería una madre diferente a una «buena» madre. Y de que yo prefería a esta hija a la que suspenden casi todo, incluida la Lengua y Literatura, que a una «buena» hija. Al final, las hijas quieren madres con una vida propia. Quizá menos atentas a sus necesidades, pero más divertidas e indulgentes.
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