Alfonso Ussía

Nada de nada

La Razón
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Viajo de vuelta a Madrid y quiero hacerlo con el artículo escrito y enviado. El problema es que no se me ocurre nada. Nada de nada. Mi mente es un vacío grisáceo que se oscurece a medida del tiempo que pasa. Hace tres minutos, detrás del gris se adivinaba un resplandor modesto. El resplandor se ha apagado. Escribir de nada es empresa complicada. Como buscar el amor en la nada contraria. –Señorita, me gustaría iniciar una relación con usted–; –pues, lo siento muy de veras don Anselmo. Yo con usted no quiero nada de nada–. Gran disgusto el de don Anselmo, disgusto que para no variar, no me importa nada.

De niño fui castigado por rechazar un condumio. Mi tía Leonor, a la que no quería nada, me invitó a comer. Jamás me regaló nada, lo cual encaja a la perfección en este texto de naderías. –¿Te gustan los riñones al jerez?–, me preguntó tía Leonor. –No me gustan absolutamente nada. Es más, me dan mucho asco–. La tía Leonor llamó a mi madre. –No me ha gustado nada lo que me ha contestado tu hijo–. Y le narró el acontecimiento. –Gracias por llamarme, Leonor–, le dijo mi madre. –De nada–. Y me castigó a no ir al zoo durante tres meses. No me molestó nada. Mi madre me impuso una sanción extraña, nada habitual. Sabía que en nada me sentiría herido. Pasaron los tres meses, y cinco años más tarde seguía sin acudir al zoo. Cuando se anunció que la Casa de Fieras iba a ser desmantelada en beneficio del nuevo zoo de la Casa de Campo, no sentí nada de nada. Se desmanteló sin mis lágrimas, nada caudalosas por cierto.

Mi primer amor fue una niña con uniforme colegial de la que nada sabía. Y de la que nada supe posteriormente, porque no se me ocurrió decirle nada. Cuando salía del colegio, yo seguía sus pasos un centenar de metros, y al apercibirme de mi incapacidad para llamar su atención, daba media vuelta y me encerraba en mi cuarto. Pero no lloré nada por ella, y al cabo de los años me la topé paseando con un marido y un coche con un bebé en su interior. No me afectó en nada la escena. Apenas habían pasado cinco años desde que la vi por última vez. No me gustó nada. Me extrañó su fealdad. Como la fealdad de doña Pía del Río y de Meléndez, que se conmemora en una estrofa santanderina. «No es tan feo como dicen/ don Ramón de Meléndez y Larrea./ Doña Pía del Río de Meléndez/ es más fea». Nada me costó olvidarla.

Falleció repentinamente, con toda seguridad de un ataque de perversidad, mi tía Leonor. Y le dije a mi madre. –No me importa nada que me castigues a no ir al zoo en los próximos seis meses. No se me ha perdido nada en su entierro, y menos aún en su funeral. Nada tan absurdo como fingir una pena–. Pero mi madre no me castigó, porque comprendió que mi actitud no era nada escandalosa. Además, que ya había vuelto licenciado de la Mili y no era nada fácil castigarme. Por supuesto que la tía Leonor, riquísima, no nos dejó ni a mi madre, ni a mis hermanos ni a mí, nada en la herencia. El afortunado, heredero universal, fue su practicante, que pasó de la nada al todo. Le pinchaba a tía Leonor todos los días, y pensé en el pobre, conviviendo diariamente con el culo de tía Leonor y entendí que el testamento era justo. Ser el practicante de Ingrid Bergman tiene que ser maravilloso. Serlo de tía Leonor, nada agradable. Obtuvo su premio y nada cambió en nuestras vidas.

No me acordaba nada de la tía Leonor. En nada influyó en mi vida. Nada la quise, y nada me quiso. Me invitó un día a comer y me ofreció riñones al jerez, que me gustan menos que nada. Pero debo reconocer que en algo me ha servido. Sin ella, no podría haber escrito este artículo, nacido de la nada que invade mi cabeza. Por primera vez en mi vida, algo le debo a la difunta tía Leonor. Gracias, tía.

–De nada, forajido–.