
José Jiménez Lozano
Ni nombrarse
Parece que en un mundo en el que la proporción de imágenes violentas y bárbaras son diarias, entre otras razones porque también parece que hay un público deseoso de imágenes de esta clase, el hecho de que haya habido no hace mucho tiempo una crítica de esa situación que ha utilizado y también imágenes de una cierta dureza es significativo.
Es decir que las odiosas, viles y sanguinarias imágenes de unas decapitaciones se han tolerado más o menos, pero no las de una televisión que criticaba ese morbo a través del funcionamiento de una máquina de picar carne para avisar que hay un público para eso, y así es, efectivamente, por desgracia. Exactamente como le había para los autos inquisitoriales, o aquel otro público de mujeres haciendo punto mientras veía cortar cabezas en la guillotina, y estuvo luego el público que de las ejecuciones públicas de delincuentes hasta su prohibición hace solamente un siglo.
Cosas así parecían ya el pasado, pero ahora resulta que la emisión televisiva de las espantosas decapitaciones por parte de los llamados guerreros «yihadistas», y barbaries por el estilo de la delincuencia común reclaman un derecho a ser representadas en público.
Un tiempo atrás de esta reclamación ya se había dado una discusión parecida a propósito de un criminal que había matado a su mujer, y la había descuartizado; y fue a este respecto, cuando una emisora de televisión criticó la noticia mostrando una picadora de carne en acción y señalando que reiterar y circunstanciar tales noticias era como referirse a carne picada para vender, y tratando de justificar este modo de hacer su crítica con la muestra de esa picadora de carne; aunque, ciertamente, no es seguro que mostrar la violencia y el horror no sea contagiarlos.
El hecho es que esta sociedad nuestra ha recibido, como ninguna otra en la historia, millones de imágenes de sangre, brutalidad, barbarie y basura, y no sólo no parece hastiada y asqueada, sino que ha producido hasta las así llamadas «estéticas de la violencia, la vulgaridad y la basura». Y se reproducen como espectáculos de entretenimiento interrogatorios con víctimas voluntarias, que sin duda cobran por ello, y cuyo rebajamiento y destrucción son apasionadamente seguidos por millones de personas, que gustan de ese rebajamiento, humillación y destrucción de los demás, y quizás de ellos mismos-
¿Es que estamos nostálgicos de los interrogatorios y juicios populares de los totalitarismos del siglo pasado, o queremos hacer nuevas ediciones de ellos? Pongamos por caso de las sesiones autoacusatorias de las víctimas, no solo humilladas, sino también apaleadas y muertas, como ocurrió con tantos maestros y profesores que, a los ojos de los jovencitos de la Revolución Cultural, eran peligrosos sujetos que enseñaban antiguallas artísticas o religiosas, incluido el horror de la ortografía y otros conocimientos de un pasado tenebroso. Pero parecía, desde luego, que la civilidad y la humanidad habían relegado al conocimiento histórico, por un lado, y al de los tribunales ordinarios, por el otro, a toda esa realidad de violencia y horror, y que nadie querría ni recordarla. Pero no es así precisamente.
Durante la ya tan lejana Guerra Civil española, se llegó a gritar por algunos grupos «¡Viva lo peor!», según ha explicado alguien que entonces lo gritaba, porque estaba adoctrinado para ello, y comentando a seguido que era como desear el fin del mundo y alimentar un odio hasta a los espejos y porcelanas. O lo que era lo mismo, un odio a la vida, un esencial nihilismo.
Por razones de mero juego de politiquería, y muy distintas a las del antiguo y sombrío puritanismo, parece que ahora mismo viviéramos en un mundo que deberíamos odiar porque sería una sentina de irremediable corrupción. Y, desde luego, hay también una gran oferta de vengadores dispuestos a purificar esa sentina por la destrucción.
Pero los crímenes, el horror y la basura sólo necesitan ser enunciados cuando ya han sido castigados, o justicia ya hecha, que impide, además, el cínico negocio de la basura y la venganza.
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