Paloma Pedrero

Nunca la guerra

La guerras siguen. Destrucción, combate, armas; palabras tan feas, tan sin poesía. Hay que instigar a todos los que lanzan la muerte desde sus cabezas de hierro. Hay que dejar el mundo sin un sólo avión con bombas, ni una metralleta con balas, ni un cuchillo con punta. ¿No podrían los hombres, tan apegados al poder, jugarse el poder apostando por la paz? Tristes guerras. Con tantas víctimas, porque también somos víctimas aquellos a los que nos duele la guerra. Y verdugos los que la justifican, de aquí o allá, mujer u hombre, militar o campesino. Porque la guerra empieza en el pensamiento. De la propia violencia desatada nace el bruto. Y a estas alturas repetimos las guerras, es penoso, con la misma secuela: muertos inocentes, expulsiones, violaciones, miseria, hambre, incendios, epidemia, dolor, odio, desamor. Muertes físicas y del alma. Tristes guerras.

Cuando los humanos se ponen a jugar con sus juguetes siniestros sienten que han callado a Dios. Sienten que ellos son dioses capaces de cambiar el color del cielo con el humo de sus explosivos, y la faz de la tierra con su fuego, y la vida con su muerte. Se olvidan, ignorantes, de la blandura de su propio cuerpo, de la fragilidad de su piel. ¿Por qué no se tocan para notar su nada? Cada golpe son tres golpes y uno irá contra ellos. Es la lógica de la violencia. ¿Y los políticos ecuánimes del mundo? Que hablen, por favor, que negocien, que pacten, que desenreden, que usen el juicio y el convencimiento. Que no olvide ninguno que parar una guerra es pasar a la historia como el más digno de los hombres. Nunca una guerra, nunca, ni aunque por amor sea.