José Antonio Álvarez Gundín

Parados y sumergidos

No es verdad que en España haya seis millones de parados, ni cinco, ni siquiera cuatro, pero nadie denunciará la trampa porque no es políticamente correcto. A Soraya Sáenz de Santamaría le cayó la del pulpo en octubre del año pasado por revelar que medio millón de personas cobraba el paro de forma irregular. A los sindicalistas se les hinchó la vena de la indignación, pero ellos son los primeros que saben la verdad: el empleo sumergido no ha cesado de crecer desde 2008, sobre todo en las regiones con más parados y donde más subsidios se dan. Pero nadie se atreve a denunciar públicamente el fraude y a advertir de que las cifras de la EPA o del Inem no reflejan fielmente la realidad.

Lo cierto es que millones de españoles subsisten gracias al trabajo sumergido, a esa economía subterránea que les permite redondear la prestación por desempleo con pequeños ingresos procedentes de chapuzas, ocupaciones por horas y trabajos bajo cuerda. De no ser por estos complementos, cuya opacidad fiscal cuenta con el beneplácito de una sociedad abrazada a la cultura del «Sin IVA», las calles ya habrían ardido. No obstante, la «paz social», como llaman los sindicalistas a este estado de cosas, tiene un altísimo coste. Según los técnicos de Hacienda, la dimensión del fraude adquiere proporciones desmesuradas: el 24,6% del PIB, unos 253.135 millones de euros. Con que esa cantidad tributara sólo al 10%, el Estado dispondría de 25.000 millones anuales para crear empleo y reforzar la protección de los más necesitados. El hecho de que el mapa de la economía sumergida sea idéntico al mapa del paro (Andalucía, Canarias y Extremadura a la cabeza), no es casual y demuestra que todos los gobiernos han fracasado en la gestión del desempleo. El Inem no funciona, los programas de reinserción laboral dan risa, los cursos de formación son una broma cara con la que se financian sindicatos y patronales... En suma, la maquinaria administrativa no está orientada a recolocar al parado, sino a darle un sueldo gratuito a cambio de nada. Alemania vivió hace 15 años una situación semejante, ante la cual el Gobierno socialista puso en marcha las cuatro famosas «leyes Hartz»: obligó al parado a aceptar un trabajo aunque el sueldo fuera inferior al subsidio, creó los «minijobs», redujo la prestación de 32 meses a 12 y fusionó su Inem con los servicios sociales. Alemania logró salvar del paro a millones de personas, su tasa no llega hoy al 6% y para muchos españoles es tierra de promisión. En España, mientras tanto, lo único que crece es el empleo sumergido y la demagogia populista que lo ampara.