Alfredo Semprún
Parece que el asuntillo de Mali va para largo
Mientras se escribe esta crónica las agencias internacionales dan cuenta de que las fuerzas especiales francesas combatían en Agadez (Níger) contra un grupo islamista que había tomado como rehenes a un grupo de cadetes nigerinos. La víspera, el jueves, la principal base militar de Agadez había sufrido un ataque terrorista suicida que causó más de 24 muertos entre la tropa. Simultáneamente, otro comando suicida hacía estallar una «Toyota» cargada con 400 kilos de explosivos contra la planta eléctrica de la mina de uranio de Arlit, que explota la compañía francesa Areva y que produce un tercio del combustible nuclear que precisan nuestros vecinos. La producción se había detenido y se contaban un muerto y más de 30 heridos entre los trabajadores de la mina. La situación de inseguridad en Níger ha hecho que se retrase la explotación de la mayor mina a cielo abierto de uranio, en Imouraren, que debe garantizar el abastecimiento de las centrales nucleares francesas para los próximos 50 años. Los ataques han sido reivindicados por el grupo del islamista Mokhtar Belmokhtar, a quien el Gobierno de Chad había dado por muerto durante la ofensiva de liberación del norte de Mali, en abril. Parece que fue un exceso de optimismo. Belmokhtar es un viejo contrabandista argelino pasado a la yijad que dejó las filas de Al Qaeda para formar su propio grupo –los «firmantes de sangre»– y al que se le atribuye la organización del ataque contra la planta de gas argelina de In Amenas, en el murieron 38 rehenes extranjeros. Expulsado de Mali por la intervención francesa, el jefe terrorista buscó refugio en el sur de Libia, donde se ha establecido una red de abastecimiento y refugio de los grupos islamistas, ante la impotencia del Gobierno libio, que ni siquiera es capaz de controlar a las milicias en Trípoli y Bengasi. La situación, pues, repite los esquemas de Irak y Afganistán. A la potente intervención militar occidental –en este caso liderada por Francia, con apoyo de Chad y de Níger– sucede un periodo de falsa calma: el tiempo que los islamistas necesitan para reorganizarse. A continuación, se adapta la resistencia a las características particulares del paisaje y el paisanaje de cada zona. Guerra de desgaste, cara en vidas y presupuestos y con un final inexorable. En cuanto las tropas occidentales se retiran tras haber «estabilizado el país», todo vuelve a empezar. El viernes, por ejemplo, los talibanes habían conseguido perforar una vez más el cinturón de seguridad de la capital afgana, Kabul, y atacaban la sede de la ONU para las Migraciones y un cuartel de la Policía. Doce años y 3.315 soldados occidentales muertos después, no han sido suficientes para derrotar a los talibanes ni en el campo de batalla ni en el cuerpo social afgano. Y hay pocas posibilidades de que el nuevo Ejército de Afganistán triunfe allí donde han fracasado las bombas inteligentes, los sistemas electrónicos de última generación, los «drones» y el blindaje. En Irak, la guerra sectaria entre suníes rebeldes –los mismos que sostenían el Gobierno de Sadam Husein– y chiíes gubernamentales ha vuelto a eclosionar, con centenares de muertos al mes en atentados contra mercados, mezquitas y puestos de Policía. Francia va a tener que quedarse mucho tiempo en los desiertos de Mali, Níger y Chad. Pero todo produce una gran melancolía.
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