El desafío independentista
Performance golpista
La vergüenza democrática de la vicepresidenta, la estupefacción de una bancada estoica, que es el resto de España y media Cataluña, el rubor del mundo, atónito frente al televisor; todo y más explotó ayer mientras el parlamento catalán debatía la secesión. A semejante exquisitez llegaron los pijos separatistas. A montar una fiesta parlamentaria para celebrar con afeites mundanos la perfecta conjura antidemocrática. A explicarnos que resulta posible laminar la soberanía nacional, algo que no permite ninguna Constitución de nuestro entorno, y ya de paso hacerlo en tiempo récord, al tiempo que dan por buena la posibilidad de romper un país y fabricar millones de extranjeros. Los nacionalistas, claro, viven en el oxímoron. Como cuando invocan la legalidad, ellos, que del caso Banca Catalana al golpismo actual, sin olvidar aquel inolvidable 3%, siempre florecieron al pairo de las leyes. Inquilinos de una taifa feliz que regalaba subvenciones al tiempo que hacía picadillo con sus oponentes. Lo malo fue que con tanta prisa y tanto verbo oxidado y tanto veneno dame veneno que quiero morir, acabaron por celebrar un pollo de lo más cutre. Una verbena agropecuaria, tristísima y surrealista, que sonrojaría incluso a los partidarios de la acrobacia catalanista si no fuera porque estos, como buenos cruzados, viven hace tiempo más allá del rubor y la lógica, y por supuesto del Derecho. Un Derecho, con sus garantías y sus miramientos, que algunos, por ejemplo en la CUP, tachan de superestructura al servicio del poder y viva Zapata, mientras los malandros de la antigua CIU visualizan paseos rumbo al juzgado, en fila india a declarar por los dineros del Caso Palau y etc. Hicieron el ridículo con la manifestación de Barcelona, admirable en su condena a la islamofobia... si no fuera porque ni la vimos ni la esperamos y porque, ay, el atentado de agosto en Las Ramblas fue cometido por un comando yihadista. Hicieron el ridículo, recuerdo, en Nueva York. Cuando el entonces presidente Artur Mas tuvo el morro de compararse con George Washington y Martin Luther King. Incansables, reeditaron el adefesio, vía Carles Puigdemont, durante el reciente viaje a Copenhague. Cuando nadie, más allá de los convencidos de guardia, que copan estos actos de promoción, acudió para merendar el salchichón de Vic. El ridículo, finalmente, es el territorio natural del totalitarismo. Algo que comprendió bien el corrosivo Chaplin de «El gran dictador» y el no menos ácido Groucho de «Sopa de gansos». Los déspotas ocultan bajo el faldón patriótico y el fluorescente reclamo sentimental un áspero desprecio por los ciudadanos y una ilimitada capacidad para lo grotesco. Con su actuación de este miércoles y el proyectado carnaval de aquí al 1-O los artistas del procés buscan disimular sus carencias radicales mediante la tragicómica representación de una performance en bucle, 24 horas al día, 7 días a la semana. No se me ocurre mejor antídoto contra el dislate que el adoptado por el Tribunal de Cuentas. Vista la inmunidad de algunos contra las malas críticas, llegó la hora de preguntar por la taquilla. Ya solo faltaba que el espectáculo, encima de inaguantable, les saliera gratis.
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