Fernando Vilches

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Si estamos de acuerdo en que en publicidad lo importante es la repercusión del anuncio del producto, no su calidad, la palma de estas Navidades que hoy día de Reyes terminan es el anuncio de la Lotería del día 22. Además del maquillaje, sobre el que habló con gran sentido del humor nuestra soprano más internacional, la sobreactuación de los artistas elegidos, la mala fotografía y los primeros planos, dignos de la mejor película de terror, hicieron el resto para los resultados que todos hemos apreciado. Pero la paráfrasis audiovisual que se ha extendido por la red ha dado a este anuncio días de gloria inusuales en una época del año en la que nos bombardean a diestro y siniestro con multitud de ofertas. La Navidad, que debería ser el momento del perdón, del gozo, de compartir con los demás el mensaje que trae un Niño nacido en la más absoluta pobreza, queda relegada a la fiesta comercial más grande de todo el año y sólo las personas de buena voluntad la siguen sintiendo como una fiesta íntima en la que recordar y ocuparse fundamentalmente de los que menos (o nada) tienen. Hasta la Iglesia ha cambiado el horario de la tradicional Misa del Gallo para que los curas cenen tranquilamente. La primacía de los productos anunciados se la llevan los perfumes y colonias, con sugerentes modelos femeninos y masculinos, que estimulan la imaginación para que –si adquirimos el producto en cuestión– la felicidad esté garantizada (y una buena dosis de sexo también). Pero, a mí, el anuncio que más me ha llamado la atención es el de una familia que está comiendo una pizza y, de pronto, sólo queda una porción que, según relata la protagonista, le corresponde a ella, que es la madre. Lo que va pensando no tiene parangón: es la expresión del egoísmo más acendrado, porque su intención va encaminada a que no la convenzan las caritas de sus hijos para que la comparta. Cualquier madre de verdad, sin necesidad de que sea Navidad, no dudaría en dársela a sus hijos. Claro, pero no todas las madres quieren igual a sus hijos.