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¿Quién mató a Bin Laden?

La Razón
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En los días del pensamiento líquido las conspiraciones gozan de estupenda salud. Viajan del ordenador al whatsapp y dejan a su paso un rastro de fluorescentes huevecillos. La última de estas patrañas se refiere a Osama Bin Laden. A la operación en la que fue liquidado. Jonathan Mahler, en el New York Times Magazine, dio pábulo este domingo a las teorías que lanzó el pasado mayo, a través de la «London Review of Books», el periodista Seymour Hersh, convencido de que la historia que nos contaron es un embuste.

Dice Hersh que, lejos de encontrarse en paradero desconocido, Bin Laden vivía, enfermo y bajo arresto domiciliario, en Abbottabad, muy cerca de la principal academia militar de Pakistán. La CIA supo de su paradero cuando un jerarca de los servicios secretos paquistaníes llamó a su puerta en Islamabad para vendérselo por 25 millones de dólares. Tanto Pakistán como Arabia Saudí, que habría sufragado la manutención y tratamiento del caudillo de Al Qaeda, comprendieron que no había salida: su única petición consistió en que el psicópata de la chilaba no saliera vivo de aquella casa. La noche de autos no hubo tiroteos. Tampoco una operación digna de la 101 Aerotransportada durante el asalto a los cañones de Brécourt Manor. A Bin Laden lo habrían apiolado las Fuerzas Especiales de EEUU de forma rastrera, como si fuera un conejo, y nos metieron una trola épica. A partir de ahí Obama vendió su muerte como el logro político más impactante de su carrera. La CIA contó que había llegado al terrorista gracias a las confesiones logradas a hostias, feliz de cacarear el éxito de la picana. Como resultado de tan inmensa bola EEUU cauterizaba el trauma con un cierre tan rotundo que ya sólo restaba contratar a Kathryn Bigelow para que firmara «La noche más oscura».

El reportero Mahler recuerda las credenciales de Seymor Hersh: en 1969 descubrió la matanza de My Lai en Vietnam y, treinta años después, las torturas de Abu Ghraib. Pero, y se trata de un pero del tamaño de un zeppelín, Hersh no identificaba una maldita fuente en su pieza. Mahler, cinco meses después, tampoco añade ninguna revelación más allá de sembrar dudas respecto a las conclusiones de Mark Bowden y Peter Bergen, respetados autores de dos libros que coinciden con la tesis oficial respecto al final de Bin Laden. Insiste Mahler, y hoy, mientras tecleo, lo repite el columnista Joe Nocera, que «el periodismo es sólo el primer borrador de la historia». Que, en fin, podría ser que en el futuro aparezcan noticias sensacionales. O sea, que meigas haberlas haylas y tal vez encuentres una al salir del ascensor. Afirmar, a partir de una corazonada, que mienten la Casa Blanca, la CIA, el Pentágono, Obama y Hillary Clinton, las Fuerzas Especiales y hasta María Santísima, darle chachunó a los paranoicos, no distinguir entre la profilaxis del dato y el pringue de la sospecha y, en definitiva, ponerse estupendo a base de descamisar la realidad sin aportar pruebas señala el comienzo del esoterismo. Por un enjambre de tuits, ay, el «The New York Times» quema estos días su nombre como si fuera un vulgar tabloide.