Cristina López Schlichting
Rajoy, pesado como el Estado
Va todo tan deprisa que ya no recordamos a ese consejero catalán de la Generalitat que dimitió en julio aduciendo que el «independentismo ha menospreciado la fuerza muy grande del Estado». Jordi Baiget, del PdCAT, tuvo el «seny» de subrayar que le daba «respeto firmar los requerimientos del Constitucional». Añadió que temía por su patrimonio. Qué lucidez.
Como todas las personas, los estadistas son los niños que fueron. Thatcher era la ahorrativa hija de un tendero. Merkel es la honesta heredera de un pastor protestante. Rajoy es el ordenado funcionario de una familia de funcionarios y juristas. Y lo que don Mariano tiene en la cabeza es el Estado, la inmensa maquinaria a cuyo servicio se formó. Esa tuneladora formada por jueces, fiscales, cuerpos y fuerzas de seguridad y hasta funcionarios de correos. Y, en último término, por el Rey. Y eso es lo que ha puesto en movimiento para parar el intento de un gobierno autonómico de romper la unidad de España.
Tardaremos tiempo en darnos cuenta del grave desafío que estamos afrontando. Tan peligroso como el del 23F o el zarpazo del terrorismo. Los más violentos han salido pidiendo que la legión campase por la Plaza de Cataluña. Otros, impulsivos también, pedían la aplicación inmediata del artículo 155, sin considerar que podía desatar la resistencia en la calle y desórdenes públicos graves, muy difíciles de gobernar –como se ha visto– en la aldea global, transparente e hipócrita.
Mariano Rajoy ha elegido un camino que nos ha costado entender a casi todos, no se puede negar, al dejar que el enemigo se cueza en su propia salsa y apuntalar su caída con los instrumentos de la ley. Y que conste que incluyo entre éstos las cargas de la Policía y la Guardia Civil, porque sólo un indocumentado confunde la fuerza del Estado en defensa de la norma con violencia indiscriminada y gratuita. Lo cierto es que casi nos destroza los nervios con la flema gallega, caray. Pero el tiempo le ha dado la razón.
En el cénit de la arrogancia, cabalgando sobre la soberbia, Carles Puigdemont ha acelerado el «procés». Por detrás, el presidente ha pedido la ayuda y colaboración de todos. Y los jueces y magistrados han empezado a prohibir, suspender, apercibir, apremiar, citar. Los policías y guardias civiles a investigar, patrullar y detener y hasta los servicios postales a interceptar material electoral ilegal. Capítulo especial merece el papel del Rey que, curiosamente, se atuvo estricta y severamente a recordar la ilegalidad que se estaba perpetrando. Felipe VI desveló ante el mundo la mentira propagandística del régimen de Puigdemont.
A la hora del peligro grave, el poder económico ha salido por patas de Cataluña, la CUP y Puigdemont se han peleado y los partidos constitucionales se han alineado –que ha costado lo suyo en el caso del PSOE– junto al presidente. Y se ha cumplido exactamente lo vaticinado por el pobre Baiget, el conseller que aventuró el triunfo del Estado. Para mí que sólo él y el presidente sabían lo que iba a pasar
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