César Vidal

Realidades contra privilegios

Nuestro actual sistema político se construyó sobre la base de proporcionar a todos los españoles la posibilidad de participar en sus beneficios. No se trataba sólo de votar o expresarse con libertad, sino también de disfrutar de la educación, la sanidad o la previsión social. Por desgracia, ya durante los ochenta, el sistema había degenerado en un gigantesco paridero de castas privilegiadas que han succionado los recursos públicos hasta arrastrarnos a la quiebra institucional y económica. Tan lamentable situación queda escandalosamente de manifiesto cuando se abordan las grandes cuestiones nacionales. Podemos ver uno de los últimos ejemplos en la educación. Durante décadas, la izquierda y los nacionalistas la han aniquilado hasta colocarnos detrás de países de Asia central e incluso de África. Informe internacional tras informe internacional señalan que nuestros estudiantes están a la cola de la OCDE, que nuestros profesores tienen un rendimiento deplorable y que ni una sola de nuestras universidades figura ni por aproximación entre las 150 primeras del mundo. No es cuestión de gasto porque, por ejemplo, Finlandia tiene excelentes resultados con muchos menos recursos económicos. Se trata de que cualquier vago puede pasar de curso con cuatro suspensos, de que cualquier mentecato apadrinado por los sindicatos va sumando puntos como interino para conseguir una plaza de titular o de que en la universidad el porcentaje de parientes y amantes entre el profesorado es tan elevado que si se tratara de matrimonios y no de plazas docentes, los niños nacerían tontos con toda seguridad. Frente a un panorama tan pavoroso, la reforma propuesta por Wert debería ser aplaudida o, al menos, discutida para mejorarla siquiera porque un pueblo rico con una mala educación será pobre con seguridad en la generación siguiente. No es eso lo que estamos contemplando. Tan sólo hemos escuchado los aullidos de los privilegiados. Los nacionalistas – especialmente los catalanes – desean seguir manteniendo sus pesebres; los sindicatos pretenden mantener en sus manos las pruebas de acceso al profesorado; los rectores quieren seguir gastando sin tino ni límite mientras sus universidades han quedado reducidas sin protesta alguna al nivel de meros excrementos educativos. Las realidades son urgentes, podría decirse que alarmantes, pero son pocos los dispuestos a enfrentarse con ellas de manera sensata y práctica. Por el contrario, todo se ha reducido a la defensa de unos privilegios – absurdos e injustos– labrados durante décadas y pagados con el dinero que sale de nuestros bolsillos. Llegados a ese punto, o esa asfixiante cáscara de privilegios se rompe y se desprende o nos espera una sucesión ininterrumpida de generaciones fracasadas.