José Jiménez Lozano

Risa prohibida

Risa prohibida
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En su libro, «Clowns», John Towsend evocaba la descripción de un payaso de 1802, y escribía: «Aspecto pueblerino, mirada inexpresiva o asombrada, brazos colgantes pero con los hombros alzados, las puntas de los pies mirando hacia dentro, un andar desgarbado con pesado arrastrar de pies, gran lentitud de asimilación y una aparente estupidez mental y de comportamiento». Y éste es el payaso que hemos conocido, y a cuyo modelo se ajusta en cierta manera Charlot. Viene directamente del «necio» medieval y es el descendiente inmediato del bufón; pero, mientras los niños siguen riendo ante él no así las personas mayores, lo que indicaría, según Peter Berger, que nosotros hemos perdido algo que los niños todavía poseen, o que el nuestro no es un mundo para reír, sino para venerar sus inventos. Nadie puede reírse de la jerga políticamente correcta -tan parecida, por otra parte a la que empleaba Cantinflas salvo que las palabras son caprichosos neologismos que suenan a términos científicos- mientras un crucifijo en un inodoro es considerado, según se nos dice, una genialidad artístico-crítica, aunque, desde luego, no ha llenado el corazón de nadie de alegría, sino que solamente, otorga la satisfacción a quienes han querido ofender lo que quizás odian o desprecian.

Pero, de hecho, el asunto es cómico, aunque no para los que lo realizan necesariamente desde un cierto poder, que es donde nunca pueden estar los bufones. Lo que se revela en ese asunto de introducir un crucifijo en un inodoro como obra de arte es, más bien, la impotencia de quien pretende burlarse de lo sagrado y de esta manera destruirlo. Porque, en realidad, sólo es posible la destrucción material de una imagen de lo sagrado pero resulta imposible la destrucción de lo que representa, y la seriedad puesta en procurar esa destrucción causa comicidad, efectivamente. Y se recuerda, entonces, al saltimbanqui de la imaginería románica que nos dice que, dé las volteretas que dé, siempre cae de pie; y la burla de que hablamos, como otras similares, no es más que un eslabón más entre muchas otras burlas, mil ochocientos años después del grafito romano, pintado sobre un muro en el Monte Palatino, y que querría burlarse de un pobre esclavillo cristiano, representando a Cristo como un asno crucificado y la figura del esclavo ante él, con esta leyenda: «Alexámenos adora a su Dios».

Era fácil burlarse de un esclavo, pero la burla que se hacía de Alexámenos no se podía hacer seguramente, de quien estaba ofreciendo un sacrificio a César, aunque sabemos muy bien lo que podían decir un «scurra» en Roma, y, luego, un bufón, un necio o un loco medievales, y hasta lo que podía decirse y escribirse, pintarse en los márgenes de un misal o en una viga del techo, o esculpirse en una sillería; y nos bastaría recordar, sin más al asno de «El libro de los gatos», orgulloso de ser el mejor cristiano porque llevaba pintada la cruz en su espalda.

Pero nuestra sociedad no es la medieval y, pese a la famosa libertad de expresión, no se pueden hacer bromas con la corrección política ni con los estereotipos del tiempo, que son más bien risibles, pero que más nos vale no mentarlos. Y ya decía Curzio Malaparte, tras la Segunda Guerra Mundial, que «nadie en Europa tenía derecho a reírse de las cosas ridículas». Por ejemplo, dice él, «ni de la redención de Claudel o de Mauriac, ni de la «liberté» de Jean-Paul Sartre, ni de la de Aragón o Eluard». Es decir, de toda la retórica de cualquier color en la que se habían disuelto todas las desesperadas esperanzas humanas.

Pero lo llevaremos con paciencia. Y mucho peor es que en este tiempo nuestro ya no haya «scurrae» ni bufones, ni «idiotas de pueblo», más cerca de Platón de lo que nunca estuvo Aristóteles, como decía Simone Weil; que la ironía no se comprenda, y los payasos ya sólo hacen reír a los niños; siempre que no sean superdotados, claro está. Somos muy serios.