José Jiménez Lozano
Sagasta y el señor Miguel
Cuando Azorín se pone a escribir crónicas de las Cortes en 1904 lo hace sobre varias legislaturas, pero yo nunca leí ninguna de esas crónicas, ni tampoco las de Wenceslao Fernández Flórez, ni las de Joaquín Aguirre Bellver en tiempos del general Franco la Cortes, y a estas kalendas lo cierto es que nos tengo yo así como mucha voluntad de leerlas, lo que no supone ningún desinterés por mi parte de lo que escribían Azorín y esos otros señores sobre lo que allí pasaba y sus protagonistas, pero el género literario –si es que lo es– no va conmigo. Deseo lo mejor a todo el mundo que estuvo o está en ese tinglado, pero, como no tenemos posibilidad de sortear las consecuencias de lo que en el Parlamento se decidió o se decide, pues la receta ya se sabe que es «paciencia y barajar», esperando que, como se dice en un poema de don Antonio Machado, «ni mal que mil años dure / ni gobierno que perdure».
Lo peor es que nuestras vidas son cortas y no podemos tener esperanzas gubernativas para cien años, y nos decimos: lo que sea sonará. Pero lo que resulta algo muy incordiante es, digamos, la cientificidad en que ahora se mueven la política y la economía, y generalmente nos ocurre, con estos derroches de estudios estadísticos y de índices que miden la llamada macroeconomía, cuyo sólo nombre ya parece una perversión sexual, lo que le ocurría a don Práxedes Mateo Sagasta cuando era Jefe de Gobierno y su ministro de Haciencia se metía por esos científicos montes y veredas, Sagasta tomaba la palabra como Jefe del Gabinete y matizaba inmediatamente esos dictámentes, diciendo: «El asunto es que, ya que gobernemos mal, gobernemos barato». Y, ciertamente resultaba que aquí, en esta pequeña frase, se contenía toda la sabiduría del gobernar y, si los romanos hubieran puesto coto a aquellos desaforados impuestos que tanto ayudaron a Roma a caer en manos ajenas, es más que posible que, con su corrupción y todo, el Imperio hubiera tirado otros tres o cuatro siglos más en pie. Ente otras razones, porque la baratura del gobernar está en contradicción con la gran corrupción, y, en aquella Roma, todo se compraba y se vendía. Y también porque, según Tácito, el mundo consiste en corromper y ser corrompido.
A Sagasta le gustaba pasar por alguien que no había abierto un libro en su vida, y se supone que no había leído a Tácito, porque era historia literatura y siempre los políticos han tendido a estimar a éstas como perfectamente prescindibles, pero aquella afirmación de Sagasta sentó muy mal a Azorín y, con ocasión de sustituir la estatua de Cervantes que estaba delante de las Cortes –más o menos donde está ahora–, por la de Don Práxedes, Azorín escribió una cruel ironía sobre el pobre Sagasta quien, como digo, gustaba de repetir, que no había leído nunca un libro.
Pero cabe pensar, sin embargo, que a Cervantes le hubiera parecido normal lo del cambio de estatua, porque a los españoles parece que nos gusta cambiar de caras públicas, aunque sean de granito, y vaya usted a saber si la retranca de don Práxedes no le venía de leer y conversar clandestinamente con Cervantes, porque un político no dice, así como así, que el buen gobierno es el que gobierna barato, ni que el buen gobernante, como dice Sancho, es que él sale de su gobernación tan vacío de dineros como entró, como lo podía decir de sí mismo, y como se pudo decir de don Práxedes –y aunque parezca mentira– de otros no tan pocos políticos españoles.
Nuestra desventura es que no conocemos políticos que digan que aunque gobiernen mal –porque las cosas no son fáciles–, –van a gobernar barato–; y no hace tanto que un Consejo Superior de Enseñanza sacó a Cervantes de los planes de ésta, y cada dia oiremos hablar menos de él, y del buen gobierno de Sancho.
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