Manuel Coma
Segunda guerra fría
Esta segunda Guerra Fría que Putin ha desencadenado no pasa de ser una pequeña guerra fría, menos gélida y amenazadora que la original y genuina, pero no deja de marcar una divisoria cronológica en el mundo sin grandes bloques de poder que se creó tras el desplome del comunismo, la desaparición del imperio soviético y la fragmentación de la URSS, lo que Putin en 2005 llamó «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Ciertamente, una enorme conmoción, gloriosa para muchos, catastrófica para él. Su gran objetivo es reconstruir lo posible de aquella entidad, teniendo como núcleo directivo y aglutinador el nacionalismo ruso, empezando con una unión aduanera llamada «euroasiática», que aspiraría a confederar políticamente a sus miembros y a promover un orden internacional antidemocrático, conservador y tradicionalista en normas y valores, que rivalice con el sistema inspirado, tras la Segunda Guerra Mundial, en los valores americanos y basado en instituciones internacionales entonces creadas con una dosis apreciable de utopía, que hizo que su pieza central, las Naciones Unidas, se quedara muy corta respecto a sus ideales. En todo caso, la Unión Soviética se encargó de paralizarla siempre que sus intereses se veían afectados, y Putin sigue haciéndolo.
Ahora aspira a algo más. Un orden alternativo alentado y dirigido por él, con su Rusia eterna en el centro. En realidad, su propósito suena algo parecido y puede resultar aproximadamente tan fantástico como la Santa Alianza que Alejandro I de Rusia consiguió que firmase casi toda Europa después de las guerras napoleónicas, menos el Vaticano, que se tomaba en serio la religión, y Gran Bretaña, que se tomaba en serio los tratados internacionales. Para comenzar el desarrollo de esa gran idea, Ucrania es pieza sine qua non y primera piedra de la reconstrucción de Rusia propiamente dicha. Cualquier nacionalista ruso la considera parte irrenunciable de su propio ser. El que domésticamente hablen un dialecto algo diferente no cambia nada ni crea una identidad diferente.
En ese sentido, las jugadas de Putin en las que con toda eficacia frustró el acercamiento, bastante tenue, de Ucrania a la Unión Europea, son vistas desde su perspectiva como meramente defensivas y altamente razonables. Dice, y no hay por qué pensar que él y muchos de sus compatriotas no se lo crean, que el acuerdo con la Unión Europea y las protestas contra Yanukovich y su derrocamiento fueron una conjura occidental, europea y americana. Le proporcionaron una oportunidad de intervenir que ejecutó en Crimea de manera magistral, con un mínimo absoluto de fuerza. Dejó pasmados e impotentes a Washington y las capitales europeas. Demostró la endeblez occidental. Merkel lo acusó de no vivir en este mundo. Ciertamente. La posmodernidad pacifista de Occidente es para él despreciable. Su modelo podría muy bien ser Bismarck, el creador de la unidad alemana a «sangre y fuego», según sus propias palabras, predecesor de la señora Angela Merkel hace escasamente cuatro generaciones. Bismarck supo limitar la guerra; sus menos hábiles sucesores, no. Vladimir Putin no es más que un remedo.
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