Gobierno de España
Sin anestesia
En términos generales, la casta, gozosamente ampliada al populismo, ha recibido templando gaitas al nuevo Gobierno. El gestor socialista, Fernández, ni lo ve flexible o dialogante; continuismo es el comodín para la alegre muchachada, y hasta el inefable Sánchez lo ha tildado de más reaccionario que el anterior. Tras un año yendo con el cántaro a la fuente sin agua, sería delicadeza excesiva guardar los tradicionales cien días de gracia, y ya han comenzado a caer chuzos. Hasta Ciudadanos, que será oposición, pero realquilada, ha mostrado sus dulces objeciones. Tienen cuajo las dos principales casas de la izquierda formulando tempranos reproches cuando están en grandes reformas, si no en demolición controlada. Consejos vendo, que para mí no tengo. Lo que no es pequeñez es el interesante y largo silencio de las dos grandes centrales sindicales que, abominando de la reforma laboral, parecen entenderla, recibiendo noticias de Italia y Francia y poniendo entre paréntesis la política callejera del podemismo. Se ha dicho con estulticia que éste es un Gobierno «marianista». No iba a ser «rufianista». El presidente ha nombrado lo advertido en el Congreso: no se va a cambiar la matriz de una política económica que está dando tenues pero insistentes resultados y que se negociará todo lo que permita el sentido común de las otras partes, que no han de olvidar que Rajoy puede, cumplido el plazo, disolver las Cortes, aunque sea lo último que desee. La nueva cartografía política anula el anhelo nihilista de derogar con una topadora la primera legislatura de Rajoy. Negociar es un saludable ejercicio de improperios y estocadas previas, seguidas de un orgasmo de cesiones mutuas. Como el amor. Empero, la presencia nutrida de jabalíes en el Congreso («jabalí» es un viejísimo apelativo para diputados teatreros), junto a un PSOE que ha de ganarse a cara de perro su credibilidad opositora, nos darán días y sesiones sin anestesia no aptas para hipertensos. Desde la derrota de Rubalcaba, las variadas izquierdas se han dado a una orgía de distopismo, que no es lo contrario a la utopía sino la elaboración falsa y perversa de un paisaje abominable donde los niños mueren famélicos, menesterosos se apuñalan por mendrugos y, para vivir bajo techado, como Iglesias o el pobrecito Espinar, hay que invocar a Santa Eduvigis, que otorga casa y plusvalía. Enfermos raros son los analgésicos, mutación genética que no capta el dolor. Al resto nos queda el socorrido lema guerrero: «¡Sufre, mamón!».
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