José María Marco

Su legado político

Entender el legado político de José María Aznar requiere remontarse al principio de los años ochenta. El centro derecha había realizado con éxito la Transición y, de tener la historia alguna lógica, se habría convertido en la fuerza hegemónica durante bastantes años. Ocurrió lo contrario. El centro derecha fue dinamitado desde fuera y desde dentro y en 1982 la izquierda alcanzó el poder para quedarse durante mucho tiempo. Se suele decir que aquello restauraba la normalidad en España. En realidad, restauraba lo que había sido normal en España desde el drama de 1909, cuando el conjunto de las fuerzas políticas que entonaron el «¡Maura, no!» consiguieron negar la legitimidad de la derecha para gobernar España en democracia. En el aspecto político, retrocedíamos casi un siglo atrás. Las decisiones tomadas por Aznar en esos momentos son de orden estratégico. La base es sencilla: rechazar un estado de cosas que hace del centro derecha español una fuerza condenada a la marginalidad, algo testimonial en el mejor de los casos. A partir de ahí, Aznar se propuso la creación de un auténtico partido político, no un conglomerado como la UCD o como la derecha española en el siglo XX. Fraga había empezado, con su proyecto nacional y popular. Aznar lo completó y le dio forma. Le dio un programa reformista y templadamente liberal. Abrió el centro derecha a la nueva organización del Estado autonómico. Negoció con los nacionalistas y los sindicalistas dispuestos a hacerlo, y reformuló la política exterior de Felipe González para dar mayor protagonismo a España en la UE y en la escena internacional, con la operación de apoyo a EE UU tras el 11-S.

Fue una política de partido, pero también una política nacional. En vez de intentar destruir la izquierda, le daba a ésta la oportunidad de dejar atrás los fantasmas radicales. No fue así porque la izquierda española no aceptó la invitación. El resultado se vio en la campaña del «Nunca mais», en la índole de la oposición a la política exterior, en los terribles días que siguieron a los ataques del 11-M. En vez de un nuevo Sagasta, Rodríguez Zapatero resultó la actualización delirante de la antigua izquierda española. Por un momento, pareció que se iba a llevar todo por delante. No fue así. El PP, que en 2004 parecía a punto del colapso, sobrevivió y ni los cordones sanitarios ni los intentos de acabar con el legado de la Transición han impedido su vuelta al poder. Al contrario: ahora tiene una nueva legitimidad reformista, con un respaldo mayoritario. Prácticamente, el PP es el único partido que defiende la Constitución. Lo mismo ocurre con el legado nacional, al que Aznar consiguió dar formas gracias, en particular, a la lucha antiterrorista. Ese legado sigue vivo, como sustrato y como objetivo del PP, y como exigencia en una parte nueva de la sociedad española. Queda, además, el recuerdo de la dignidad española en la escena internacional, y la demostración de que las políticas reformistas y de apertura encuentran una respuesta positiva entre los españoles, que trabajan y prosperan cuando se les invita a trabar y se les da la oportunidad de prosperar. La realidad ha cambiado, y con ella las políticas y las actitudes. No se entenderían sin el legado de Aznar.