Restringido

¿Tablas en Ucrania?

Ángel Tafala

Hay naciones que arrastradas por un destino trágico o bien por propia elección juegan en campo contrario o en los límites de choque de fuerzas superiores a ellas mismas. Les suele ir de mal a muy mal. Polonia fue una de estas naciones hasta que pudo y supo elegir aprovechando la ocasión histórica de la disolución de la URSS. España también actuó de espaldas a Europa –su hábitat natural– y así nos fue. Pero tras la llegada de la democracia en 1977 buscamos la prosperidad en el seno de la hoy en día Unión Europea (UE) y nuestra seguridad en la OTAN.

Actualmente, Ucrania está atravesando una de esas encrucijadas de la Historia que decidirá su futuro. Pero, a la vez, lo que pase en esas atormentadas tierras influirá en el orden europeo –y quizás mundial– que ha tratado de acomodar –sin éxito de momento– a la Rusia del Sr. Putin. Ucrania es, pues, una tragedia, pero también un experimento para las fronteras y las etnias establecidas tras ellas al final de la 2ª Guerra Mundial.

Nada más lejos de mi intención que tratar de justificar las acciones del presidente Putin en Crimea o el cínico y decidido apoyo a los separatistas de Donetsk y Luhansk. Está tratando –usando la fuerza– de alterar las fronteras de un continente que guarda amargo recuerdo de recientes intentos de nacionalismos excluyentes, en cuyo nombre se derramó mucha sangre y cuyo máximo exponente fue la rivalidad franco alemana, que la UE trató de enterrar para siempre.

Ucrania se compone básicamente de gentes que, o bien añoran el Imperio austrohúngaro de la emperatriz Sissi, o miran a la Madre Rusia con nostalgia. Es un país dividido étnicamente –ahí reside su problema básico–, lo que ninguna potencia extranjera nunca podrá resolver totalmente. Por lo tanto, creo que forzosamente deberemos admitir que la solución estratégica que se alcance será de compromiso. Los ucranianos lo han marcado así de antemano siendo como son.

Decíamos antes que en esta crisis hay dos aspectos: la tragedia que sufre una población y el experimento/antecedente que a otros muchos puede afectar.

Si tan solo pretendiésemos acabar con una guerra civil entre dos bandos antagónicos que se detestan, lo más fácil sería acceder a que cada uno se quedase con sus tierras, surgiendo así una nueva nación entre Rusia y Ucrania. Pero esta solución no podría adoptarse sin ignorar que sería la tercera vez que el Gobierno de Putin consigue dividir una nación europea, siendo Georgia y Moldavia los antecedentes recientes. Cualquier solución de compromiso –para ser aceptable por nosotros– debería ir acompañada de una firme y creíble intención de que ésta será la última vez que se permite alterar una frontera por la fuerza en Europa.

La Alemania nazi se anexionó Austria; posteriormente Checoslovaquia. Con Polonia se le dijo «basta» a Hitler, pero él no creyó que Francia y Reino Unido fueran a una guerra por eso. Su equivocación le costó la vida y la destrucción de su país. Las seguridades previas que había recibido Polonia eran papeles y no hechos contrastables en el terreno. La OTAN trató de evitar otra duda análoga –que tanto había costado– y estacionó fuerzas americanas en toda Europa occidental para que nadie dudara sobre la voluntad de defenderse ante una agresión soviética. Y aquello funcionó. Y ganamos sin pegar ni un solo tiro.

Si en Ucrania no nos queda más remedio que llegar a un compromiso –no porque lo queramos así los occidentales, sino porque la composición étnica y moral del país lo ha determinado de antemano–, habría que decirle al Sr. Putin y a los que ahora le jalean que ésta será la última vez y, para demostrarle que no debe equivocarse como le pasó a Hitler, habría que admitir a la Ucrania que quiere ser europea occidental en la OTAN. Solo así tendría credibilidad la decisión de parar los pies al Sr. Putin, de que a la tercera va la vencida.

Pero quizás –y es tan sólo una esperanza–, si se plantea con toda crudeza a Putin esta alternativa, se logre que acceda a un grado de autonomía de las regiones ruso parlantes de Ucrania que permita mantener una única nación con lazos económicos con la UE, pero eso sí, sin entrar en la OTAN. Que elija entre una Ucrania unida y fuera de la OTAN o dividida pero parcialmente dentro. Lo firmado en Minsk la semana pasada –tan solo una tregua– da una oportunidad para llegar a un acuerdo estable. Sería mejor para todos que el Sr. Putin prefiriese lo primero, aunque sus problemas para ello quizás fuesen de orden interno, pues el nacionalismo es un tigre que, una vez azuzado, se lanza a la carrera y suele devorar a quien lo monta.

Me hubiera gustado poder gritar bien alto ¡defendamos todos juntos a Ucrania! Pero los demonios en ese país no son todos externos. No confundamos nuestra determinación en este triste asunto con la del Sr. Putin, o más bien concentremos esa voluntad en recordarle que la próxima vez no debería equivocarse como sucedió en Polonia en el 1939.