Alfonso Ussía

Tenorio

Como todos los años, Don Juan Tenorio nos visita en noviembre. Don Gregorio Marañón apuntó en un ensayo que el Tenorio era un afeminado, que perdía aceite. En «La Plasmatoria» de Muñoz-Seca y Pérez Fernández, Don Juan resucita, se dirige al público y pregunta «¿Dónde vive Marañón?». A pesar de todas las consideraciones científicas que el gran doctor Marañón encadena, creo que no acierta en el diagnóstico. El Tenorio no era un afeminado, pero sí un inútil en el arte de la seducción. Don Juan –siempre el de Zorrilla, porque el de Tirso de Molina no le llega a las calzas–, era un maestro del farol, como Don Luis Mejía. Cuando se reúnen en la «Hostería del Laurel» para informarse de sus aventuras, en ninguna de ellas hay referencias de testigos. Don Juan cuenta con dos ayudantes infinitamente más certeros que los de Don Luis. Su criado italiano Ciutti y posteriormente Brígida, la «dueña» celestina de doña Inés. Tampoco es defendible la pureza de doña Inés, porque una mujer que se deja convencer por una anciana para que se enamore de un tipo que no conoce, es hembra de fácil asalto.

En mi opinión, el que pone a las mujeres en situación de entrega total es Ciutti, un italiano listísimo y embaucador. A Ciutti es al que encomienda Don Juan la labor de insinuar a doña Ana de Pantoja, prometida de Don Luis, de la conveniencia de mantener un rato de fornicio con Tenorio. Cuando Don Juan llega hasta la casa de Doña Ana, la criada de ésta se muestra colaboradora y doña Ana, más aún. Zorrilla no lo especifica, pero claramente Ciutti ha seducido previamente a las dos mujeres.

A Don Juan le gustan los retos difíciles, pero es incapaz de culminarlos sin ayuda. Y convence a Brígida para que caliente las enaguas blancas de doña Inés. Es doña Brígida la que lee a doña Inés los primeros versos que el Tenorio le envía al convento. «Luz de donde el sol la toma/ hermosísima paloma/ privada de libertad»... Brígida lee muy bien, domina las pausas y poco a poco, mejorando los versos del seductor, va elevando la temperatura entrepernil de la novicia enjaulada, de tal guisa, que al aparecer Don Juan, doña Inés está plenamente seducida y dispuesta a cualquier locura, a pesar del terror que le inspira su padre, el Comendador Ulloa, que la tiene en el convento recluída para prevenir su honra. Todo lo que sucede posteriormente es relleno. Don Juan termina con la honra de una doña Inés deseosa de perderla, y Don Luis Mejía se enfurece al saber que, previamente y gracias a Ciutti, Tenorio ha hecho suya a doña Ana de Pantoja, que en realidad, tenía más horas de vuelo que la KLM. Un despropósito seductor, por cuanto los dos hombres irresistibles son meros muñecos que bailan al son de la inteligencia femenina y de un criado italiano que se las sabe todas.

La muerte es la salvación de doña Inés. De haber sobrevivido, muy poco habría durado la pasión. Porque Don Juan –y es lo que se le olvida al doctor Marañón–, no era otra cosa que un pelmazo, un inseguro y un zascandil. Y Don Luis, un arrogante y fallido seductor con más cuernos que el marqués de Sotoancho, a quien mucho tengo el placer de conocer.

El gran acierto de Zorrilla se sostiene en su capacidad de regodearse en el fatuo macho ibérico que exagera sus alcances. Alcances, por otra parte, de muy sencilla consecución por la quietud de las alcanzadas. En pleno siglo XXI, España está muy bien representada por tenorios y mejías que viven en el fracaso a falta de brígidas y ciuttis.

Los hombres hemos cambiado muy poco en nuestros ridículos.