María José Navarro
Trece
Ayer se cumplieron trece años de los atentados en Estados Unidos y doce años y trescientos sesenta y tres días de la entrada de servidora en el primer avión que llegaba a Washington después de la tragedia para comprobar las medidas de seguridad impuestas para evitar que volviera a repetirse. Pasé tres controles especiales a la salida y dos a la llegada y la sensación fue alucinante: me quitaron una laca y logré colar unas tijeras en el equipaje de mano. Aún recuerdo cuando antes del 11-S no teníamos que llegar tan pronto a los aeropuertos. Te plantabas un rato antes, con tu bolso lleno de cremitas para evitar los efectos de la altura, con el líquido de las lentillas de a litro, con botellas de vino sin facturar. Me acuerdo de cómo no tenías que quitarte el cinturón, ni sacar el ordenador de la maleta, ni quitarte las botas y enseñarle a todo el espacio aéreo los tomates de los calcetines. Todavía rememoro aquellos días en los que no había una señora esperando a meterte mano porque ha pitado el arco y resulta que es el alambre de la cazoleta del sujetador. Se me llenan de lágrimas los ojos cuando se me vienen a la mente aquellos días en las colas de seguridad sin nervios, sin tensiones. Llegar a Estados Unidos con tu maleta intacta, sin que te la hubieran abierto y revuelto. Trece años después no hay manera de coger un avión sin pasar por momentos antipáticos. Trece años después se da una cuenta de que el mayor atentado terrorista en España fue en un tren, donde seguimos entrando sin mucha vigilancia y sin mayores problemas. O Juanín o Juanón, pero nunca Juan.
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