Historia

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Un muerto

La Razón
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Cuando yo era un joven atolondrado, ahora ya sólo soy atolondrado, escribí unos cuantos obituarios. Diría que docenas. Siempre traté de ajustarme al esplendor de las vidas y evitar la tentación narcisista. Ayudaba que fueran americanos. Difícilmente puedes chulear de amistad con una leyenda del circo en Minesota o un compositor de country activo en los años cincuenta. También procuraba desactivar mi querencia por la purpurina. No es elegante lavar un cadáver a base de metáforas. Hubo de todo. Gánsters, reporteros de guerra, políticos, historiadores, astrofísicos, atletas, santos, locos y bebedores. Lo que nunca encontré fue un protagonista que llevara muerto 8 años. Me llamaban para enterrar fiambres más o menos recientes. A lo sumo con una semana en el frigorífico. No para hacerle la mortaja a un fulano cremado medio siglo antes. De ahí que lamente no practicar el género ahora que «The New York Times» informa de la muerte de Malcom Toom, diplomático legendario, de cuando la política la frecuentaba gente con callo, y no el primer petirrojo aupado al trampolín de las redes sociales, de esos que se limpian los pinreles en las aguas comunes y luego pisotean las alfombras con la gracia de un pingüino. Pues bien. Malcom Toom falleció en 2009. Nadie, excepto él y algunos deudos, sabía del asunto. Los familiares no informaron al Departamento de Estado ni a las grandes corporaciones de noticias. Llevaba retirado desde hacía 30 años, tenía 92, y acumulaba en las cartucheras décadas de Guerra Fría y negociaciones feroces con los rusos. Fue amigo del Mariscal Tito, capitán de un barco de guerra durante la II Guerra Mundial y colaborador de Nixon y Carter. Acojonaba a sus subordinados con un temperamento comeniños, pero todavía más a la Casa Blanca y al Pentágono: imposible de domeñar, nunca sabían por donde saldría. Pero incluso para ser atroz hay que saber. Sus declaraciones en Israel y Moscú, sus encontronazos con los generales y los áulicos, no niegan su capacidad de persuasión. Su profundo conocimiento de los países eslavos. Su magisterio en el arte del palo y la zanahoria. Su condición de diplomático de carrera que bailó en la edad del miedo, cuando la gente despertaba cada día con la promesa de un guateque nuclear sobre sus cabezas. Le sucedieron amigos de amigos, ejecutivos y políticos. Gente ajena al oficio. Premiada con las delegaciones en el extranjero por los favores recibidos. Luego ya entramos en decadencia. Al borracho Yeltsin le sucedió el siniestro Putin; a Andreotti, Silvio; a Rubalcaba, Pedro; a Obama, Trump; y en ese plan. Entre tanto, que en las fosas sépticas donde agoniza media humanidad, siguen los mismos. O sus herederos. Los príncipes saudíes, los Asad, los Castro. Cuánto echamos de menos que nuestros asuntos los maneje gente como Toom. Cínicos profesionales, pero también adultos. Y cuánto llorarán los niños cuando entre los wikileaks de turno y las Le Pen y las Theresa May de guardia no quede nadie en la trinchera para sofocar la invasión de los bárbaros. Hizo mutis de puntillas. No me extraña.