Francisco Nieva

Una infanta hechizada

Una infanta hechizada
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El otro día me corté una uña de brujo goyesco que me había salido en un pie, y bien examinada daría como resultado un ADN espantoso. Todo lo que me ha hecho ver el mundo como una nave de los locos, en plena tempestad procelosa, coronada de rayos y truenos. Pasado y presente se funden en el peligro y la fatalidad, y no ha de parecer extraño que termine delirando y riendo insensatamente, como un loco más. Perdonen lo paranoico de estas líneas, por lo mágico y tenebroso del asunto que lo motiva.

Las princesas modernas se casan con su pícaro azul, que las obnubilan, las explotan y las vuelven locas de amor. La democracia comprende y tolera la vulgaridad de una princesa, que ejerza y satisfaga su vulgaridad sexual, el amor en zapatillas y en hogareño besuqueo en el cuarto de estar. Se puede deducir que, como a tantas, «un hombre la perdió». Las malcasadas vulgares son muy numerosas, entontecidas y mentalmente paralizadas por la pasión. El tango más vulgar de su existencia. Demostrando así su temprana vocación de no ser princesas, sometidas a un duro protocolo, jamás acompañado de una simple música-disco que invite a bailar. Y por eso se entregan sin reservas a su pícaro azul, que las chulea tan ricamente y las hace firmar lo que quiere, para estrujarlas como un limón. En muchos matrimonios corrientes esto es de rigor y asimilable a lo que se denomina violencia machista, en este caso edulcorada con sacarina.

¿Qué sucede por dentro, qué siente en el fondo esta acusada real? Alienada lealtad psicosexual la suya, semejante a la de las antiguas monjas iluminadas y embrujadas por su depravado confesor, que las dejaba encintas en nombre del Sagrado Corazón de Jesús. Incluso semejante a doña Juana de Castilla, trastornada por el amor de su Felipe-Urdangarín, el hermoso. El hechicero amor ideal, con su trampa correspondiente, que secuestra toda voluntad personal y escamotea el sentido de la realidad. Siento piedad por nuestra Infanta, hechizada por la vulgaridad, y a quien de nada grave debemos culpar. Yo desearía rescatarla mediante un exorcismo cultural, tan necesario en estos tiempos en los que hasta los príncipes y princesas de la sangre estudian ciencias económicas antes que música, literatura y ciencias humanas, para ganarse supuestamente la vida en alguna entidad empresarial. Todo, como cualquier hijo de vecino y contribuyente plebeyo sin una gota de sangre real. Vulgar y aburridísimo destino. ¡Qué puede haber de extraño que una empleada cualquiera se cuele a muerte por un andoba guapo, musculoso y como de papel couché! Y se case precipitadamente, en volandas del sueño más elemental de cualquier joven imaginativa, que comete esa chiquillada pasional y contraria al propio instinto de conservación. Las comadres más escarmentadas ya tienen tela que cortar en casos parecidos. –«¡La pobre chica! Puede que llegue a conocer el infierno de tantas que se pierden por su voluntad. No le arrendamos la ganancia. El tiempo lo dirá». ¡Y vaya si lo ha dicho, en letras que ocupan periódicos extranjeros de muy alta tirada. Y ésta es la indomeñable fatalidad. En otros tiempos se hubiera escrito un bonito poema e incorporado al clásico y prolífico Romancero español, rebosante de compasión romántica por la Infanta hechizada, y todo quedaría reducido a leyenda, sin nada que objetar. Pero ¿cómo actuar ahora? Acogerse a la sanidad científica, que trate de cambiarle el chip, que rescate su voluntad y la oriente hacia más refinados ideales. Que ella accediera a pasar un tiempo en un sanatorio intelectual que nos la cambie de arriba a abajo y se olvide e Urdangarín, y logre que se distraiga leyendo a Schopenhauer y coleccionando –con sus propios ahorros– pintura prerrafaelita. Que tome baños de exquisitez, que invente y dibuje sus trajes y sus joyas –como mi admirada Paloma Picasso–, que escuche con gusto la música de Schoenberg y de Luis de Pablo, que se aburra soberanamente con el rock, y que haga su deporte de la danza expresionista, tratando de imitar a Pina Bausch.

Un buen tratamiento de choque y una reeducación sentimental que la ponga definitivamente a salvo de la vulgaridad, para que siga siendo una buena madre ilustrada, amiga de pensadores y de artistas, su defensora, su protectora... Y que su familia presuma de princesa ejemplar, después de tan rastrero y lamentable palizón como ha debido de soportar hasta ahora. Todo esto pudiera ser posible y es lo mejor que yo le deseo.