Alfonso Ussía
Víctimas y pancartas
la señora alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, ha rechazado la solicitud de recordar a Miguel Ángel Blanco en el vigésimo aniversario de su asesinato. Su argumento resulta penoso. «Supondría destacar a una víctima sobre todas las demás». En efecto, todas las víctimas asesinadas por la ETA están enterradas, todos los mutilados y heridos curando de sus tragedias, y los familiares intentando asumir la injusticia de añorar a quienes tendrían que estar conviviendo con ellos y no descansando antes de tiempo en el cementerio. Pero el crimen de Miguel Ángel Blanco tuvo un matiz diferente. Fue el detonante de la reacción social contra el terrorismo. Fue un asesinato cruel, seguido durante tres días minuto a minuto por todos los españoles de bien, que demostraron –eran otros tiempos–, que eran decenas de millones. Aquella bestialidad no se zanjó con una «enérgica repulsa» de los partidos políticos ni el ridículo minuto de silencio. Aquel crimen, como el secuestro de Ortega Lara, aglutinó a los pacíficos contra los criminales y sus amigos, entre los que hoy, más de bastantes militan en la ensaladilla comunista y separatista de Podemos.
Miguel Ángel Blanco, representante elegido por sus vecinos para ocupar una concejalía en Ermua –la yerma– a sus 29 años de edad, murió para que el Estado de Derecho no se humillara ante una nauseabunda banda de terroristas. Su familia reaccionó de manera ejemplar y apoyó sin fisuras la decisión del Gobierno de no ceder ante el chantaje etarra. Miguel Ángel, cumplido el plazo del chantaje, fue atado por la espalda por la zorra asesina de Iranchu Gallastegui, obligado a arrodillarse, y en esa posición el canalla hijoputa de Francisco Javier García Gaztelu, «Txapote», le disparó a bocajarro dos balas de pequeño calibre con el misericordioso fin de que los disparos no fueran causa de su muerte inmediata. Optaron por la larga agonía. Cuando Miguel Ángel fue hallado aún vivía. Los forenses destacaron, por las muestras de sudor que permanecían en el cuerpo del héroe, las horas de angustia que experimentó durante su cautiverio. Manuela Carmena sabe perfectamente todo esto, pero jamás ha dado muestras de simpatía por las víctimas de la ETA. No está obligada. Cada persona simpatiza con lo que siente, y es libre de hacerlo. Simpatizó más con algún etarra cuando era la Juez de Vigilancia Penitenciaria, ordenando extrañas excarcelaciones.
A la alcaldesa de Madrid le encantan sus pancartas, no las pancartas. Disfruta dando la bienvenida a los refugiados de los que se ignora si en verdad llegan a España a refugiarse o a intentar imponer sus costumbres sobre las nuestras, y cuelga de la más alta torre de la Tarta la bandera multicolor del orgullo homosexual. Tiene poderes y derechos para ello y sólo hay que objetar a esos homenajes, desde la subjetividad, su posible buen ó mal gusto. Pero negarse a que Miguel Ángel Blanco, el joven que fue asesinado para que España no fuera humillada por una banda de terroristas, sea recordado en el aniversario de su sacrificio, se me antoja una decisión no fronteriza, sino inmersa en la vileza. Con o sin pancarta, millones de españoles lo llevamos y llevaremos siempre en nuestro corazón.
Sus asesinos están a buen recaudo. Viven en las condiciones más estrictas de nuestro régimen penitenciario. «Txapote» recuperará su libertad en 2059. Su novia, la Gallastegui, en 2040. El cómplice, Ibon Muñoa, saldrá libre en 2020, y el cuarto miembro del comando asesino, José Luis Geresta «Oker» tuvo el detalle de buen gusto de suicidarse en un descampado de Rentería de un disparo en la cabeza.
En el fondo –ya criticada la forma–, es mejor que el Ayuntamiento de Madrid no participe en el dolor y la gratitud en este aniversario de Miguel Ángel Blanco. Mejor llorarlo con lágrimas limpias que con falsa tristeza. Pero usted se ha retratado, señora alcaldesa. Y ha salido muy mal en el retrato.
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