Cristina López Schlichting
Viejos que se matan
Hace años que, desde Alemania, me llegan noticias de conocidos ancianos que se han quitado la vida. Gente mayor que, ante la noticia de que tiene cáncer, decide tirar la toalla y se toma unas pastillitas que amablemente le proporciona el médico. Se mueren y ya está. Los comentarios suelen ser elogiosos: «Qué valiente... ya había vivido su vida». Me descorazona esta forma de razonar. Si alguna vez me diagnostican cáncer, sida o alguna enfermedad terminal, espero sinceramente que mis seres queridos no me confíen en exclusiva a mis propias fuerzas, que son muy escasas. La vida es mejor en compañía. El ánimo que te dan los demás, su amor y su calor son los que dan luz y esperanza para seguir. De los momentos peores de la existencia recuerdo con agradecimiento el optimismo y la comprensión de los que permanecieron a mi lado. Tanta fuerza tienen estos gestos que a veces consiguen convertir una desgracia en una ocasión para estrechar lazos. En los últimos tiempos mi familia ha tenido que hacer frente a unos cuantos desafíos de salud. De todo ello nos queda el saldo de muchas horas de ayuda mutua en los hospitales, de conversaciones de convalecencia en casa, de ejemplos impresionantes de generosidad. A toro pasado es inevitable caer en la cuenta de que los vínculos se han profundizado entre nosotros a raíz de semejantes dolorosas experiencias. A mí no me extraña que la gente que está sola y vieja se quite la vida; lo que me extraña es que una sociedad fomente esas decisiones. El Gobierno holandés acaba de elevar al Parlamento una propuesta para permitir que los ancianos que experimenten «cansancio vital» puedan matarse a su libre albedrío. La iniciativa excede la actual legislación sobre la eutanasia porque se refiere a gente sana y sin dolores insoportables. A primera vista puede parece una medida caritativa y libertaria, para que cada uno haga lo que desee. A mí me parece que maquilla un gran individualismo. Acompañar a otro ser humano, cuidarlo y darle ánimo exige una implicación que nuestras sociedades modernas no están dispuestas a ofrecer. Es más fácil y más barato abrir la vía para que las personas, como los elefantes viejos, se deslicen tranquila y voluntariamente hacia el lago de la muerte. Eso que se ahorra. Así podemos seguir produciendo, ganando dinero y viajando por el mundo. Dudo mucho sin embargo que ni la más larga carrera ni el ingreso más sustancioso ni siquiera el viaje más ambicioso suponga el enriquecimiento de ocuparse de un ser querido, cuidar a un anciano o hacerse cargo de los padres. No envidio estos adelantos a los holandeses. Tampoco el valor de los alemanes a los que me refería arriba. Sólo espero estar a la altura de las circunstancias con los míos, en sus necesidades. Y que alguno de los que vienen detrás sepa ponerme la mano en el hombro y darme un buen abrazo si alguna vez se me ocurre la tontería de quitarme de en medio.
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