Cristina López Schlichting

Violada

La radio tiene estas cosas. He conocido a una chica que fue violada y acaba de escribir un libro conmovedor ¡que ha dedicado a su agresor! Como lo oyen. Leticia Martínez Alcocer tiene 30 años recién cumplidos y carita de muñeca, con unos enormes ojos azules y un cuerpo pequeño y delicado. Con apenas once años, cuando regresaba a su casa, se dio cuenta de que un hombre la seguía. El desconocido la llevó a un paraje apartado y consumó el asalto. La niña no lo contó y el sufrimiento amasado en silencio fue atenazando su corazón y convirtiendo su vida en un rosario de estaciones dolorosas: primero tristeza y odio, luego profundísima depresión, anorexia y finalmente deseo de morir. Ahora Leticia resurge con fuerza de sus cenizas y en «Viaje al fondo del corazón» (Editorial Los Libros del Olivo) ha roto a contarnos la historia de este calvario y del camino que la ha llevado a deshacerse de la rabia y abrirse a un amor –primero tímido y finalmente avasallador y universal– que le ha llevado hasta concebir a su violador, que nunca fue detenido, desde la compasión. Como puede imaginarse el lector, ha sido una senda de conversión y perdón que ha generado una mujer dulce, fuerte y segura de sí misma. Les cuento esto porque llevo un tiempo percibiendo historias como éstas que, además, empiezan a interesar a mucha gente. Peripecias vitales que crepitan lejos de los platós escandalosos o de la fama, el dinero o el poder. Desde posturas más o menos cercanas a la religión tradicional, fenómenos de éxito como Paulo Coelho o Albert Espinosa –no hago juicios literarios– son ejemplos de planteamientos humanistas que sorprenden después del descreído siglo XX. Tal vez hayamos doblado un Cabo de Hornos. Empiezo a sospechar que pasó el tiempo del ateísmo y que el hombre contemporáneo, aterido de frío y soledad, ha empezado a mirar en su interior. Desmontados los últimos valores, cuando ya no nos parecen posibles ni la fidelidad ni la lealtad, cuando el honor carece de sentido y las madres han empezado a pedir la eutanasia de sus hijos, miramos alrededor y sólo vemos desierto. Y ahora empieza un tiempo fascinante: el de la búsqueda denodada y profunda. Tal vez, sólo tal vez, haya pasado el tiempo del odio, ese tiempo que comenzó con la Revolución francesa y en el que soñamos que la violencia (revolucionaria, de clases o totalitaria) era la solución, el camino al paraíso. Puede que ahora, ahítos de sangre y cansados de predicar la aniquilación, nos demos permiso para mirar al cielo.