María José Navarro
Violentos
Ya saben los más fieles (uno o ninguno) que jamás he ocultado mi pertenencia a los únicos colores que me mueven. Soy abonada del Atlético de Madrid desde hace muchos años y fui de chica miembro de una peña infantil colchonera, lo que me enseñó muchas cosas de la vida, de la amistad, de la lealtad. Me sirvió para no querer ganar por cualquier motivo, ni de cualquier manera y mucho menos hacerlo por aplastamiento. Esa peña me inició en las reglas no escritas de cómo comportarse para visitar los campos de los adversarios, a agradecer sentirme bien recibida, me abrió los ojos para saber lo hermoso que es ser visitante y, sobre todo, lo bonito que es ser anfitrión. Así que desde el domingo pasado siento una profunda vergüenza y mucho asco. Siento que me pesa como una losa que sean ya dos los muertos que llevemos a cuestas. Sé que muchos dirán que no es culpa de todos, que uno de ellos no era precisamente un angelito, que no ocurrió dentro, que indeseables hay en todos los campos. Pero a mí me importa el mío y de los míos espero lo mejor. Dedico muchos minutos al día al Atleti, dedico muchas horas de la semana a mi equipo, y desde hace muchos años también me quejo de lo que he oído y oigo desde el fondo sur de mi estadio. Zabaleta, catalanes, vascos, inmigrantes, pancartas en otros idiomas que intuyo que no dicen «Vendo Opel Corsa». Símbolos fachas, soldados nazis. Y creo que ha llegado el momento de decir basta. También desde la grada, porque a mí no me va a echar jamás del Calderón un Atleti en Segunda. Me van a echar los violentos si permitimos que se queden.
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