Manuel Calderón

Waterloo con caipirinha

Las caídas son aún más estrepitosas sin con ellas arrastras a todo un país. Por pura ley física, es más pesado correr si tienes que llevar sobre los hombros la conciencia nacional y, ocultos en esa maleza de nubes de azúcar y alambradas de espinos, la ineptitud de sus políticos. De eso, algo sabemos. Leyendo las espléndidas crónicas (las derrotas siempre dan más juego) firmadas estos días desde Belo Horizonte, puede extraerse que Brasil es un país herido sin haber ido a la guerra. Qué maravilla. No hace falta decir que es una exageración. Al parecer, se vivió una crisis similar en 1950 con el fundacional «maracanazo», un Waterloo con caipirinha, cuando la selección brasileña fue derrotada por un ajustado 1-2 por la uruguaya. Fue un drama, pero lo extraño es que, pocos años después, irrumpió uno de los movimientos más bellos e influyentes de la música moderna, agrupados bajo una palabra desconocida hasta entonces: la «bossa». «Bossa nova», una música tocada sin ganas. No estaban muertos. Es decir, que después de aquellos desgarros, todavía quedaba la esperanza de la belleza que lo cura casi todo. O tal vez fuese al contrario y, como escribió Rilke: «La belleza es el principio de lo terrible». La duda está en saber si su derrota deportiva frente a Alemania víctima de la «guerra relámpago» es el síntoma o el desencadenante. No es lo mismo. De todo lo sucedido, admito que la imagen de unos futbolistas llorando tiene un interés especial porque no deja de ser un homenaje a las lágrimas no derramadas en otras circunstancias sin duda más graves. ¿Alguien ha visto llorar al presidente del consejo de administración de Lehman Brothers? ¿Tal vez a Bernard Madoff? No, nadie les ha visto llorar. Pero a lo que íbamos: en 1958, Vinicius de Moraes y Antonio Carlos Jobin grabaron «Chega de saudade» y el dolor del niño llorando en Belo Horizonte quedó en nada.