Alfredo Semprún
Y mientras tanto, en Afganistán...
Sin eco mediático, pero con trágica constancia, los talibanes afganos siguen preparando el terreno para «su día después». Policías, soldados, trabajadores públicos, cooperantes locales, maestros son asesinados a docenas un poco por todo el país. Los últimos, el jueves, 12 empleados gubernamentales en tareas de mantenimiento y 15 policías en un puesto de control de la «autopista 1», que es la principal vía de comunicación interior. También atacan a los soldados occidentales – 121 muertos en lo que llevamos de año–, pero con bastante menos entusiasmo. A enemigo que huye, se dirán, puente de plata. Así son las cosas. Los extranjeros se van y los afganos se quedan a pechar con las consecuencias de la derrota estratégica e ideológica de aquello que se llamó «la guerra contra el terror». Como en Vietnam del Sur, también en Afganistán dejaremos algunas unidades de entrenamiento y seguridad como apoyo del Gobierno «aliado», y proporcionaremos toneladas de armamento y munición al Ejército regular para que se vayan arreglando solos. Vana justificación moral de una retirada ignominiosa. Según los datos de Naciones Unidas, casi cuatrocientos mil vietnamitas murieron en los «boats people» huyendo de los comunistas. Pero, también encontramos una excusa para explicar aquella carnicería: era la corrupción y la incompetencia del Gobierno sureño lo que había frustrado la «vietnamización» del conflicto. Como si a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que los oficiales, los soldados y los funcionarios que se lo habían jugado todo en la guerra civil, abandonados de pronto, no iban a buscar su salida personal, y la de sus familias. También en Afganistán hay corrupción gubernamental. También los altos funcionarios, los más implicados en «la guerra de los americanos», buscan hacerse con unos ahorrillos para tener un pasar en el inevitable exilio que les espera. La mayoría, sin embargo, huirá con lo puesto, y los que se queden volverán a vivir bajo la férula de los islamistas, los mismos, no me cansaré de recordarlo, que amputaron los dedos a una niña de 11 años porque se había pintado las uñas. Somos poco de fiar, nosotros, los defensores de la democracia y la libertad. Nos cansamos pronto. También en Irak dejamos a su suerte a las milicias Shawa que combatieron en una espantosa guerra de guerrillas contra los de Al Qaeda, ayudando a los marines. Eran suníes y el Gobierno de Al Maliki, chií, no creyó oportuno mantener sus promesas de incorporarlos a las nuevas Fuerzas de Seguridad. Han muerto a cientos, muchos con sus familias, «cazados» en sus propias casas por los integristas. Ahora, cuando las bombas del «ejército islámico de Irak» asesinan diariamente a decenas de iraquíes en los mercados, las paradas de autobús y las mezquitas – 3.700 civiles muertos en lo que va de 2013, según el recuento de AFP–, el Gobierno de Al Maliki se acuerda de ellos, de los shawas, y promete rehabilitarlos para que combatan a la insurgencia. No sé si cuando el lector tenga el artículo en sus manos habremos bombardeado Siria. Pero no es difícil predecir el futuro. También nos cansaremos antes de terminar el trabajo. Diremos que no había una alternativa válida a la tiranía de Bachar al Asad, que Al Qaeda acechaba en la sombra. Pero la hay. El problema es que exige mojarse, a fondo, y todo el tiempo que haga falta.
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