Letras líquidas

Un Congreso feo por fuera...

El declive comenzó a gestarse hace unos años cuando la sede de la soberanía popular se convirtió en un plató alternativo

En 1907 comenzó Camba a escribir su «Diario de un escéptico», una serie de crónicas parlamentarias enfocadas desde la distancia que marca la ironía, como él mismo adelanta ya en el título. En una de ellas citaba la impresión que había causado en el escritor francés Théophile Gautier el Congreso de los Diputados: «Es imposible que, dentro de un edificio construido con tan mala arquitectura, se pueda hacer ninguna cosa buena». Y, en estos días en que la sede de la Carrera de San Jerónimo muestra su semblanza más agitada, resulta harto complicado rebatir la clarividencia de la aseveración porque algunos comportamientos recientes se esmeran en proyectar, en efecto, la imagen de un espacio carente de lustre.

El declive, sin embargo, comenzó a gestarse hace unos años cuando la sede de la soberanía popular se convirtió en un plató alternativo: muchas de sus señorías utilizaban la tribuna de oradores como plataforma para potenciar sus mensajes y sus «trending topics» en Twitter. Cuanto mayor fuera la ocurrencia, mejor para la difusión. Y entre frivolidad y frivolidad, el prestigio de la institución se fue diluyendo. Paradigma del «show» fue la constitución de la XI Legislatura: con algún bebé en la bancada, camisetas con mensajes y nuevos «looks» que rompían la homogeneidad de la corbata en el Hemiciclo (aunque antes ya lo intentara el exministro Miguel Sebastián por otros motivos). A toda esa deriva, que iba haciendo mella en la opinión pública, se sumó después la impresión de cierta inutilidad propiciada en parte por la anomalía de la pandemia, pero también por el abuso de trámites legislativos poco participativas. La excepcionalidad del cierre, que no se produjo como tal ni durante la Guerra Civil, ahondó en el estigma de debates estériles que, cuando se celebraban, eran, en su mayoría, para aprobar decretos impulsados desde La Moncloa con poco margen de intervención parlamentaria.

A estos males contemporáneos, cerca ya de ser estructurales, se han sumado dos de nuevo cuño: por una parte, el «caso Mediador», con sus supuestas mordidas, comisiones y favores, cenas «ramsenianas» y flashes de burdeles, que amenaza con transportar un modo de corrupción, hasta ahora limitada a ámbitos municipales y regionales, al mismo corazón de la democracia, y por otra, la más que tensa votación de la reforma de la ley del «solo sí es sí». Más allá de los insultos, la jornada reveló la grieta entre las preocupaciones ciudadanas (que los delincuentes sexuales se beneficien de los errores de una norma) y las partidistas (votar en contra por intereses y cálculos electorales). Y todo esto, combinado, va dejando un rastro de bajeza cada vez más marcado que es necesario combatir para afianzar lo importante: que el Congreso no sea feo por dentro.