Con su permiso
La conjura de los necios
Mandan los algoritmos y nos controlan quienes dicen velar por nosotros. El populismo se abre espacio y crece con el tiempo
Rebeca empieza a pensar de verdad que el mundo camina irreversiblemente hacia el abismo y la autodestrucción. Sembrado de redes sociales que te enganchan a lustrosas bobadas en imágenes y construyen alrededor de las personas muros impermeables a otras opiniones, víctima de la frustración de crisis mortales para el cuerpo y el bolsillo que se repiten como ciclos de una rueda en movimiento ante la escandalosa incapacidad de gobiernos e instituciones multinacionales para detenerlos, sumido en guerras que repiten constantes de salvaje inhumanidad evidenciando que seguimos sin aprender nada, sometido a la amenaza de una degradación medioambiental que nos va a dejar sin aire, agua ni comida, el tiempo presente se parece más a una amenazante y frívola danza fúnebre que a la representación ordenada y prometedora de un futuro común. En algún momento no muy lejano algunos como Rebeca soñaron que esto último podría alcanzarse. Lo de hablar, entenderse, aquello ideal de servirse de la tecnología para progresar y repartir el progreso entre todos. Ingenua infeliz. En este mundo interconectado para levantar barreras e ignorarnos, estamos más lejos de algo parecido a la serenidad o la cordura. Hasta los más escépticos o los espíritus críticos terminan contagiándose de la banalidad ambiental. ¿A qué viene, si no, eso de tomarse la disputa entre Trump y Musk como un espectáculo de culebrón televisivo ante el que uno debe ponerse cómodo en el sofá y armarse de palomitas?
Cierto es que son dos payasos, en la peor y menos edificante acepción del término, y que eso de ver cómo dos antiguos amigos o amantes se lían a navajazos para cercenarse la yugular y contemplar el espectáculo de la lenta agonía del otro en medio de un charco de sangre, resulta de un atractivo irresistible, pero Rebeca no se puede quitar de la cabeza que los tipos son el más rico y el más poderoso del mundo liándose a garrotazos. Y cree que la mirada a la pelea debería ir más allá de lo que se rasca en superficie. No es que tema que las chispas terminen salpicando más allá de la propia estupidez de los contendientes, por muy amplia y profunda que sea, que podría ser. No. Lo que ve Rebeca es la representación no solo simbólica de un mundo que está quedando en manos de pandilleros sin escrúpulo ni cerebro, sin más corazón que el que se les alegra con las cifras positivas de sus balances. Elon Musk, crecido niño tan carente de afecto como dotado de inteligencia, comparte con Donald Trump, rico de cuna y mimado hasta la náusea, una visión del mundo simplista e infantil. Exitosos en lo suyo, demuestran en la vida púbica, y no quiere imaginar Rebeca en la privada, una inmadurez y una falta de consistencia emocional realmente asombrosas. Son listos, avezados en los negocios, sin duda, pero conviven con una vanidad tan escandalosamente hinchada que resulta increíble que no se estén tropezando con ella a cada paso. Su hiperego les incapacita para ver más allá de lo que sienten y les interesa. Duda mucho que tengan principios aunque quepa suponer que un día, de niños, tuvieron sueños. Ahora detentan el poder. Sobre todo el más viejo. Entre otras razones, gracias al apoyo económico y el relato que a su alrededor construyó en su red social el más joven.
Hoy se lo ha recordado al Presidente Trump: estás aquí por mi, por mi apoyo. Lo hace a través de su red, la antigua Twiter hoy llamada X. Lo propio hace el aludido. Desde su red contesta advirtiendo que los acuerdos de la Administración con las empresas de su hasta hace unas horas más mejor amigo, podrían revocarse. Responde el surafricano sugiriendo que Trump es un pederasta, cuyo nombre estaría en las listas de Jeffrey Epstein, ocultas y al parecer repletas de personajes relevantes que utilizarían sus servicios de prostitución, incluidas niñas. Dice el dueño de Tesla que las va a publicar, que ya es «hora de lanzar la gran bomba». Y, claro, el personal se pone a preparar manteles en la mesa frente a la televisión para asistir al espectáculo del más rico y el más poderoso a garrotazos.
Ella no puede. Le pesa un quintal la idea de que tras el espectáculo hay unos tipos que tienen acceso al botón de nuestro futuro, una realidad de populismos que alcanzan el poder con la manipulación y la mentira sin aparentes contrapesos, y una población global entre machacada y anestesiada, completamente incapaz de ver más allá del espectáculo.
Pasa aquí también, con una sociedad a la que parecen resbalarle las corruptelas de un poder en decadencia que pretende hacernos creer que la verdad no es lo que vemos sino lo que ellos nos dicen y una oposición que en cuanto puede saca a relucir similares tics de desconsideración y falta de respeto al público.
Rebeca no se resigna. No puede ni debe. Pero tampoco es demasiado optimista. Mandan los algoritmos y nos controlan quienes dicen velar por nosotros. El populismo se abre espacio y crece con el tiempo. Pocas armas le quedan a quienes, como ella, ni tienen línea con el poder ni dominan la tecnología.
Pero aún le queda algo de fe. Y la confianza en que el doctor Rojas Marcos no yerre cuando sostiene que en términos generales los hombres son buenos. Por muy difícil que nos lo pongan los líderes de nuestro tiempo. Por muy complicado que parezca conseguir que de una vez por todas nos traten como adultos.