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Editorial

Confiar en la justicia de una democracia plena

La Justicia española está, como no podía ser de otra forma, por encima de la batalla partidista y, por supuesto, de los intereses personales y políticos de quienes están más obligados por razón del cargo a defender el interés común de los españoles

El fiscal general Álvaro García Ortiz ROMÁN G. AGUILERAEFE

No es fácil eludir la realidad de que el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ya ha sido juzgado en el tribunal de la opinión pública y declarado culpable o inocente según las tendencias ideológicas de cada cual. Este tipo de juicios paralelos, sin respeto alguno a los procedimientos judiciales que garantizan los derechos básicos de cualquier ciudadano son, sin duda, una de las peores consecuencias de la polarización política de nuestra sociedad, polarización, todo hay que decirlo, en la que nuestro actual Gobierno tiene la mayor de las responsabilidades, por cuanto viene alentando unas acusaciones de «lawfare», más propias de la izquierda antisistema que de un partido con vocación de Estado, contra los jueces y magistrados que investigan causas relacionadas con el entorno político y familiar del jefe del Ejecutivo, así como varios dirigentes del PSOE. De acuerdo con el relato gubernamental, todos los casos abiertos, salvo aquellos en los que, directamente, Pedro Sánchez ha dictaminado la «culpabilidad de los investigados», los que afectan a los exsecretarios de Organización de su partido, José Luis Ábalos y Santos Cerdán, sin el menor respeto a la presunción de inocencia y la acción de los tribunales, serían causas «fake», abiertas por jueces venales, simples actores políticos, movidos por obscuros actores que buscan la destrucción del Gobierno y de su benéfica obra. Es un planteamiento que, de tan maniqueo, adquiere tintes infantiloides, pero que provoca en el cuerpo social cierta desconfianza en la acción de la Justicia, más aún en el caso del fiscal general del Estado, figura a la que el mismo Sánchez colocó bajo la dependencia del Gobierno, como si no fuera un órgano integrado en el Poder Judicial. Sin duda, en toda esta peripecia, el más perjudicado ha sido el propio García Ortiz, a quien la insistencia del Gobierno en convertirle en víctima de una imaginada conspiración política sólo conseguirá, como señalábamos al principio, que una parte notable de la sociedad española lo considere culpable, no importa lo que decida el tribunal juzgador. Y, sin embargo, la Justicia española está, como no podía ser de otra forma, por encima de la batalla partidista y, por supuesto, de los intereses personales y políticos de quienes están más obligados por razón del cargo a defender el interés común de los españoles. Como afirmó en la apertura del Año Judicial el fiscal general procesado, la confianza en la independencia de los tribunales y en la imparcialidad de los jueces en los procedimientos judiciales tiene que ser consustancial a una democracia plena, como es la española. Porque sembrar la duda en su equidad, tratar de modificar a uña de caballo el acceso a la carrera de jueces y fiscales para favorecer «perfiles» más afines a la izquierda, acusar de mala praxis a quienes instruyen causas incómodas es hacer un flaco favor a nuestra democracia.