Con su permiso
Cuando duele la tierra
Portmán punto y seguido revive aquel episodio cuya consecuencia fue detener finalmente y para siempre aquellos vertidos
Juan recuerda el despertar de aquella mañana de verano sobre la arena negra que cubre lo que un día fue la bahía de Portmán, uno de los seis Portus Magnus romanos en el Mediterráneo. El Imperio llamaba así a los grandes puertos como Alejandría o Almería.
Durmió con su padre bajo un prodigioso mapa de estrellas brillantes, luminosas, cercanas como si su luz no hubiera muerto ya hace millones de años, los que tarda en llegarnos su reflejo.
La jornada previa había sido dura. Padre e hijo recorrieron las viejas heridas que los siglos de explotación minera habían dejado en la Sierra de La Unión, entre el Mar Menor y el puerto de Cartagena, como parte de la inmersión en el cuerpo y el alma de una tierra cuya aventura vital ocupaba la primera novela de aquél. El chaval llegó a la bahía con las zapatillas rotas y un cansancio en el ánimo que recuerda hoy, más de un lustro después, con la misma intensidad y cercanía con que se sintió ebrio de luces y estrellas aquella noche inesperada.
Su primera impresión, al asomarse de repente a aquel extraño paraje, fue de asombro. Apenas a unos pasos del Monte de las Cenizas, se divisaba al fondo la villa de Portmán, unas casas alineadas sobre una lengua de arena negra, con lo que parecía un viejo complejo industrial abandonado en primer término y al otro extremo un extraño muro sobre el que se amontonaba un grupo de casas. Le pareció un puerto seco, un esfuerzo de conquista tan aparentemente melancólico como inútil porque la primera línea de mar estaba situada a casi medio kilómetro de allí. Las montañas a su alrededor parecían acoger una enorme pista de arena, como un insólito glaciar de hielo seco y negro.
Fue una bahía, le explicó su padre, pero hoy está muerta.
Siguiendo su relato, Juan imaginó aquel lugar como un refugio, como una rada amplia y cálida, surcada por barcos de pesca, comerciales y de carga, durante siglos. Visualizó el agua rozando suave los muros del puerto, la actividad de pescadores y tratantes; de fenicios, romanos, de navegantes de cualquier mar lejano; de orientales, de árabes, de vikingos o piratas al asalto. Vida donde ahora sólo había arena negra, cañaverales y memoria.
Eso era Portmán. El Portus Magnus romano, de ahí su nombre. Escuchó a su padre el relato más reciente de la riqueza de un lugar desde el que un avispado e influyente empresario, cruel como pocos y capaz de manejar a su antojo hilos de poder, Miguel Zapata, el Tío Lobo, controlaba vida y miseria de centenares de mineros y alteraba según su propio interés el mercado mundial del hierro por la vía de acumular material en el puerto y soltarlo a conveniencia para subir o bajar precios. El tiempo de hombres feroces en que aquella fue su bahía. El que su padre noveló en La Maldición de La Casa Grande. Pero era una bahía.
Apenas veinte años después de muerto, cuando el mundo era otro tras dos guerras mundiales, los herederos de aquel Tío Lobo vendieron el negocio a la empresa minera Peñarroya.
En 1957 la compañía instaló en Portmán uno de los lavaderos de flotación más grandes del mundo. Y empezó el vertido. Más de cincuenta millones de toneladas de residuos mineros, metales tóxicos entre ellos, se vertieron durante tres décadas. Un día, y otro, y otro, por tuberías embocadas directamente al mar.
Hasta que el 31 de julio de 1986 la organización ecologista Greenpeace realizó una de sus más espectaculares acciones para detener aquel vertido. Dos voluntarias, Zoe y María Teresa, se encadenaron en el acceso a una de las tuberías, que otros dos compañeros intentaron taponar. Las imágenes de aquella acción, tomadas por la fotógrafa holandesa Loret Dorreboom, estremecieron al mundo. La empresa incrementó la intensidad del vertido en el momento en el que los activistas taponaban el conducto, y la cámara de Loret captó un inmenso arco de barro tóxico que bañó a los activistas, incluidas las dos chicas encadenadas.
Juan ha visto esta semana que en el Senado, nada menos que en el Senado de España, se ha presentado un documental titulado, Portmán punto y seguido, que revive aquel episodio cuya consecuencia fue detener finalmente y para siempre aquellos vertidos. Lo ha dirigido el publicista murciano Jorge Martínez, que ha llevado de nuevo a Loret, a Zoe y a María Teresa a Portmán. La evocación no es sólo un homenaje a la organización Greenpeace y su papel esencial en el final de aquella infamia, sino, como recordó el propio presidente del Senado Pedro Rollán, o remarcaron el senador Paco Bernabé, adalid de la lucha por la regeneración de Portmán desde hace años, o el actual alcalde Joaquín Zapata, una llamada de atención a todas las administraciones, en especial el gobierno central, para que cumplan su compromiso de regenerar aquella bahía, de curar esa herida.
Dice en el documental María Teresa, una de las voluntarias, que Greenpeace no abandona una batalla hasta que se gana. Piensa Juan, con la memoria viva de aquella experiencia, que ojalá que ésta de Portman vuelva a ser también suya.
Porque a él, como a su padre, como a tanta gente también le duele la tierra.
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