Tribuna

La cuestión territorial

En eso consiste la superación del falso dilema al que se nos quiere enfrentar. Ni nacionalismo, ni centralismo: autonomismo

El pensamiento bipolar, como es sabido, exige permanentemente la confrontación conceptual. Los resultados de las elecciones del 23-J y la gobernabilidad de España, que debiera ser gestionada por la mayoría real de la población, ponen de relieve, de nuevo, esta forma, maniquea y cainita, de aproximarse a la realidad.

En efecto, el pensamiento bipolar trae causa de una vieja metodología que, en un momento de profunda crisis, da buenos resultados porque es relativamente sencillo identificar previamente a los malos a los que se pretende destrozar y a los buenos, a quienes se busca conducir al poder. Y a partir de ahí, todo es posible, vaya si es posible. Veamos un caso hoy, como ayer, de rabiosa y palpitante actualidad: la cuestión territorial.

El par de conceptos centralismo y nacionalismo se puede interpretar en esa clave de oposición o enfrentamiento. El Estado, el Estado centralizado y homogéneo fue, como sabemos, una solución que la modernidad aportó para superar el difuso localismo medieval, el clientelismo feudal, la dispersión territorial. Solución por cierto eficaz y llena de virtualidades que la Revolución Francesa supo aprovechar como marco para la construcción de una comunidad de ciudadanos libres, iguales y fraternos.

Sin embargo, aquella homogeneidad y uniformidad impuestas desde el centro capitalino iba a provocar en algunos casos una reacción de fragmentación, de reivindicación de la realidad y de la diversidad particular, dentro de un movimiento más amplio y complejo que se conoce como nacionalismo. Pero en la propuesta nacionalista lo que se encuentra no es otra cosa que la creación de un Estado igual a aquél que se rechaza, igualmente uniformador y homogéneo, pero reducido al territorio propio particular.

El Estado moderno, por necesidad histórica, por razones ideológicas, absolutizó su estructura, llegando a articularse como la culminación del proceso histórico universal. Y de ese modo sujetó los territorios a él adscritos a la lógica uniformadora, negando a sus pueblos la posibilidad de la autonomía, del autogobierno, de la autoadministración, de la experiencia de la autoidentidad. Las brutales experiencias derivadas de esa concepción –de modo excepcional el Estado nacional socialista y los diversos Estados comunistas- y el asentamiento de la doctrina de los derechos humanos contribuyeron a provocar una honda revisión de los fundamentos del Estado y de las atribuciones teóricas y prácticas. El ser humano, la persona, se constituye como un cierto ámbito de soberanía, en el sentido de que la capacidad de acción del Estado sobre ella se ve seriamente limitada. La verdadera soberanía radica, pues, en la dignidad de cada persona. Las entidades particulares dentro del Estado comienzan en algunos casos a tomar carta de naturaleza política, mediante procedimientos autonómicos o federales. Los procesos de internacionalización y globalización conducen a una interrelación que difumina los férreos límites y fronteras impuestos por el Estado decimonónico, y se contempla un proceso de integración en estructuras políticas más amplias.

España se encuentra ejemplarmente inmersa en ese proceso. De un Estado fuertemente centralizado y homogéneo, hemos pasado, en virtud de la Constitución de 1978, a un Estado autonómico, plural, que reconoce políticamente las realidades particulares de los pueblos y de los territorios. Esto no es retórica, porque nuestra experiencia, la de todos los españoles en estas décadas de régimen democrático, testimonia inequívocamente esta aseveración.

El Estado tiene que dejar de ser lo que fue hasta ahora, un órgano de atribuciones ilimitadas sobre los ciudadanos, pero tampoco se debe pretender crear, al amparo de ese proceso novedoso, nuevos Estados según un patrón que se debe abandonar. El Estado no debe dejar de ser Estado, pero debe posibilitar, como ya lo hace en España, el desarrollo de los Entes autonómicos. Entes autonómicos que deben autoafirmarse como realidades políticas, pero sin pretender suplantar o subsumir el papel del Estado. Por eso, la evolución del modelo estructural autonómico hacia el esquema del Estado-nación ha sido un fracaso. De la misma manera, la ausencia de políticas sustanciales, básicas, de programación y estrategia general en el Estado, debe superarse para asumir este papel en el presente.

Para ello es menester caer en la cuenta del sentido del Estado autonómico, de la funcionalidad del Estado-nación en el siglo XXI y de la necesidad de nuevos modelos administrativos que puedan, en mejores condiciones, atender los intereses públicos y territoriales.

En eso consiste la superación del falso dilema al que se nos quiere enfrentar. Ni nacionalismo, ni centralismo: autonomismo.