Editorial

El deber de preservar la memoria del 11-M

Memoria, dignidad y justicia no son únicamente palabras, vertebran e iluminan la única conducta social moralmente admisible frente a los delincuentes, sus cómplices y los que ahora los indultan o gratifican

Este país ha sufrido casi como ningún otro en el viejo continente la lacra del terrorismo. Hoy se cumplen 20 años del mayor atentado de la historia de Europa, aquel 11 de marzo de 2004, que provocó una herida brutal en el corazón de la nación que ha cicatrizado a duras penas, aunque una parte de la política, la miserable e inmoral que interpreta la contienda pública conforme a las leyes de la selva y trata al adversario como enemigo, se aproxime a la tragedia de manera espuria y deshumanizadora. Como sería injusto y falso generalizar, queremos pensar que la mayoría de nuestros representantes públicos guardan el respeto debido al sacrificio de las víctimas y a todos aquellos que han sufrido los estragos de los asesinos. Hoy se sucederán los homenajes de las instituciones y los tributos de los ciudadanos anónimos que honrarán a los que ya no están que es la manera en las que las naciones que se dignifican con sus actos veneran a los que dieron lo más sagrado por la libertad y la seguridad de sus compatriotas. La huella del terrorismo exige de las comunidades a las que tortura extraer lo mejor de sí mismas hasta convertirlo en un legado que mide su grado de madurez y de virtud. Toda acción criminal que nos ha desafiado y que ha asesinado para inducir un miedo cerval y acabar con nuestro modo de vida nunca debiera ser blanqueada ni adulterada a lomos del transcurrir del tiempo hasta situar en pie de igualdad a víctimas y verdugos como si la equidistancia fuera la vía más directa y noble para cauterizar las heridas y recuperar la paz y la concordia y no un atajo al oprobio. Aunque hay un pensamiento oportunista, demagogo y carente de ética que abunda en esa dirección, la democracia debe combatir a toda costa y con los medios necesarios las campañas de desinformación que tergiversan la historia e incentivan la amnesia colectiva en beneficio de intereses bastardos. Guardar la memoria de los atentados del 11 de marzo, que es lo que hoy impele la reflexión, pero también, por supuesto, los de ETA, Grapo, Terra Lliure y otras bandas criminales, es una obligación que eleva el listón moral hasta la altura que solo superan las sociedades decentes e íntegras, pero nunca las que han relativizado de tal modo el dolor que se niegan a interiorizarlo como propio. Programas educativos como el de la Comunidad de Madrid, del que damos cuenta en nuestras páginas, reafirman la necesidad de una tarea pedagógica en las aulas en aras de preservar un recuerdo fidedigno y alentar una masa crítica que identifique la desinformación y el engaño de aquellos que se han apeado hasta desentenderse del combate eterno contra las ideologías fanáticas y malvadas que jalonaron y justificaron la barbarie terrorista. Memoria, dignidad y justicia no son únicamente palabras, vertebran e iluminan la única conducta social moralmente admisible frente a los delincuentes, sus cómplices y los que ahora los indultan o gratifican.