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El Rey de la democracia española

La Razón
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El 2 de junio de 2014 se hizo pública la abdicación de Don Juan Carlos como Rey de España, hace hoy cinco años. Fue un paso desconocido en nuestra historia política y en nuestro ordenamiento jurídico, aunque esta eventualidad estuviese prevista y se respondiese a ella ejemplarmente. Por un lado, se demostró la fortaleza de las instituciones democráticas y, por otro, la necesidad de la continuidad de la Monarquía como el régimen que había representado el mayor avance de nuestro país en los últimos 40 años. Conforme a lo dispuesto en la Constitución, las Cortes Generales aprobaron la Ley Orgánica 3/2014, que regula la abdicación, y el día 19 de junio se hizo efectiva con la proclamación como Rey de Felipe VI. El anuncio de la decisión dejó al país mudo y paralizado. Se cerraba una etapa fructífera y se desconocía todo del futuro. Pero fue ese pasado que supo afianzar la democracia en España el mejor amarre para la continuidad. Don Juan Carlos meditó mucho tan trascendente decisión –como ahora hemos sabido–, en un momento en que España sufría una fuerte crisis económica, la inestabilidad política propia de la coyuntura era fuerte y había un cambio generacional que no acababa de comprender el papel de las monarquías parlamentarias, añadido, además, a los errores cometidos en la gestión de asuntos de la Familia Real y del propio Monarca. Sin duda, había un desgaste de la institución y, con enorme responsabilidad, Don Juan Carlos supo reconducir la situación hasta el momento en el que nos encontramos. Fue valiente, audaz y volvió a jugar un papel decisivo. Lo que es innegable es que el Rey fue central en la Transición política para la construcción de una democracia avanzada y reconocida como una de las más plenas del mundo. Su voluntad fue inequívoca, incluso adelantándose a las «previsiones sucesorias». En la entrevista que el 5 de noviembre de 1975, dos semanas antes de la muerte del dictador, dio al periodista de «Newsweek» Arnaud de Borsgrave, ya anunció que quería ser «Rey de todos los españoles». Parece poco, pero lo fue todo. Contó con el apoyo de los partidos políticos, a izquierda y derecha, de la ciudadanía y de una oposición democrática que entendió que el debate en España no era Monarquía frente a República, sino Democracia frente a Dictadura. El artífice de ese cambio en el eje del antifranquismo, que pasó del escepticismo a la complicidad de que la monarquía parlamentaria era la única fórmula de Estado viable, fue Juan Carlos I, y no fue un invitado decorativo, sino quien dirigió la estrategia, paso a paso, para desmontar al antiguo régimen, «de la ley a ley», como diría su consejero Torcuato Fernández-Miranda. Es necesario mirar nuestra historia reciente desde una perspectiva que supere el sectarismo actual. El artículo 56 de la Constitución («El Rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones») y en conjunto todo el Título II han sido la garantía de eso que muchos han dado en llamar una «República coronada», la que ha hecho prevalecer la ciudadanía y la unidad de los españoles ante los privilegios históricos y la división. Aunque en una monarquía parlamentaria los poderes del Rey son muy reducidos, consiguió que su escasa «protestas» creciese a través de su «auctoritas». No ha sido poco, pero conviene que ahora sea también la clase política la que reflexione sobre algunos olvidos e irresponsabilidades que nos han llevado a la crisis territorial en la que nos encontramos. Don Juan Carlos hizo su trabajo con prudencia, habilidad y diplomacia, por sentido de servir a España, por la responsabilidad inherente de ser jefe de Estado. El cariño que los españoles tienen hacia su figura sigue en pie, por su calidad política y humana.