Elecciones generales

El Rey y el control institucional de la crisis política

La Razón
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Su Majestad el Rey ha señalado los días 25 y 26 de abril para llevar a cabo una última rueda de consultas con los representantes de los grupos políticos parlamentarios para conocer si puede proponer un candidato a la presidencia del Gobierno o, por el contrario, procede a la disolución de ambas cámaras y a la convocatoria automática de nuevas elecciones. Las fechas elegidas son las últimas posibles para cumplir las previsiones constitucionales que, no lo olvidemos, marcan unos plazos muy estrictos para el desarrollo del procedimiento de investidura. No hay que buscar, pues, explicaciones a la decisión de Don Felipe VI que no se enmarquen en el estricto papel que la Constitución confiere a la Monarquía: ni supuestas presiones para la consecución de pactos de gobierno, sean quienes sean los protagonistas, ni apelaciones de urgencia. Tal vez, si se quiere, se pueda atribuir que la ronda de consultas se reduzca a sólo dos fechas al deseo de Su Majestad de abreviar un procedimiento que se queda sólo en lo protocolario si no hay una propuesta de investidura previamente acordada que cuente con los respaldos parlamentarios suficientes. En cualquier caso, el calendario propuesto por el Rey –y acordado con la presidencia del Congreso– deja tiempo más que suficiente para que se pueda celebrar una sesión de investidura, incluso en el caso de que el candidato sólo contara con mayoría simple. El plazo expira en la medianoche del 2 de mayo, es decir, dos meses justo después de que el candidato socialista perdiera la primera votación en el Congreso, tal y como establece el artículo 99.5 de la Constitución. Aunque tras el fracaso de Pedro Sánchez –consumado el 4 de marzo después de su segunda sesión de investidura–, el Rey decidió no convocar nuevas rondas de consultas para, tal y como señaló la Casa de Su Majestad, dejar que los partidos «lle varan a cabo las actuaciones que consideraran más convenientes», el absurdo político en el que ha incurrido el PSOE, cerrándose la puerta al único proyecto razonable de acuerdo, ha terminado por agotar los plazos. Por supuesto, como no puede ser de otra forma, el Rey, al convocar a los representantes parlamentarios, no prejuzga el resultado del procedimiento consultivo, pero no hace falta leer entre líneas el comunicado real para entender que ya está todo dispuesto para la aplicación del artículo 99.5 de la Constitución, por el que se establece la disolución de las cámaras. Queda así patente el desahogado comportamiento institucional del secretario general socialista cuando aseguró al Rey que podía concitar una mayoría parlamentaria para su investidura sin tener cerrados los apoyos necesarios. Y no puede excusarse en la ignorancia o en la mala fe de otros, porque desde el primer momento el líder de Podemos, Pablo Iglesias –el único socio posible, una vez que había rechazado la opción del pacto de Estado con el PP– había puesto las cartas sobre la mesa con las condiciones que exigía para respaldar la investidura. El comportamiento de Pedro Sánchez, sin duda movido por cuestiones de supervivencia personal, contrasta con la actitud del presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, que renunció a afrontar la investidura ante el hecho, contrastado, de que no contaba con los apoyos necesarios. Lo contrario hubiera sido no decir la verdad. Al Rey y a los ciudadanos.