Energía eléctrica

Errores políticos en el recibo de la luz

Prácticamente todos los analistas coinciden en que el recibo de la luz seguirá encareciéndose durante lo que resta del año, hasta alcanzar un incremento del 15 por ciento con respecto al ejercicio anterior. La tendencia, imparable al parecer, se debe a una conjunción de factores en los mercados internacionales, entre los que cabe destacar la fuerte demanda de Asia, que eleva los precios de las energías fósiles –carbón, gas y petróleo– y, en lo que se refiere a España, la caída de la producción de las energías renovables, hidráulica y eólica, que acontece cada verano. Ahora bien, este planteamiento, puramente mercantil, no explica la auténtica razón de los sobrecostes energéticos que afrontan los ciudadanos españoles, si es que se quiere ir más allá del manido recurso demagógico a la culpabilización de las compañías eléctricas. La realidad es que aunque el sistema eléctrico no se rige por las habituales reglas del libre mercado, –lo que es hasta cierto punto comprensible, dado el peso estratégico de la energía en el planteamiento económico de cualquier Estado–, en el caso español estas reglas están fuertemente condicionadas por razones de política interior. Mejor dicho, por las decisiones de carácter meramente coyuntural adoptadas por los distintos gobiernos que han venido sucediéndose y que ningún Consejo de Ministros parece capaz de solucionar. Así, los ciudadanos deberían ser conscientes de que, además de los costes objetivos de la generación energética, están pagando otros conceptos que poco tienen que ver con el incremento del precio del petróleo o la escasez de viento del estío o la reducción de los desembalses. Nada menos que el 64 por ciento del precio final de la luz hay que imputarlo a los compromisos presupuestarios consolidados en el tiempo y a los correspondientes impuestos. Si poco hay que explicar sobre la presión fiscal, con un tipo impositivo del 21 por ciento, no ocurre lo mismo con los llamados «peajes», que son, en definitiva, los que distorsionan el mercado eléctrico español. Se podrá opinar sobre la bondad del parón nuclear, sobre la inverosímil generosidad de la política de subvenciones a las energías renovables, sobre la penalización al carbón, sobre la imposición del déficit de tarifa e, incluso, sobre si es asumible el nuevo precio de los derechos de emisión de gases de efecto invernadero decidido por Bruselas, que triplica el anterior, pero no parece lógico que las consecuencias pecuniarias de todas estas decisiones gubernamentales, que, hay que insistir, vienen tomándose desde los inicios de la Transición, acaben engrosando la tarifa eléctrica a perpetuidad. Estamos hablando de 20.000 millones de euros de déficit camuflado. Y el resultado está ahí: que España tiene uno de los recibos eléctricos más caros de Europa, especialmente para las familias, sólo superados por Irlanda y Bélgica. Si es una lástima que los últimos gobiernos del Partido Popular renunciaran a afrontar el problema de fondo del sistema energético, cediendo a las demagogias habituales, poco cabe esperar del actual Ejecutivo, condicionado por una extrema izquierda que pretende retroceder a las épocas del estatismo, caro e ineficaz. La espectacular subida del precio de la luz registrada este mes de agosto –casi un 35 por ciento más que en el mismo mes de 2017– no puede quedarse en una anécdota ni aceptarse con resignación. La política energética es clave en el desarrollo económico y social de un país, además de ser un factor decisivo en la competitividad internacional, que no puede afrontarse desde los dogmatismos ni, mucho menos, desde la improvisación y el voluntarismo de unos gobernantes que pensaban, por ejemplo, que las energías renovables se generan por encanto.