El desafío independentista
Ni presos políticos ni censura
Los últimos presos políticos en España recobraron la libertad con la Ley de Amnistía de 1977 –y la norma precedente del 30 de julio de 1976–, con la que se conmutaron las penas por delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976. En adelante, nadie ha sido procesado y ha cumplido pena por causa política alguna. Todos los derechos constitucionales para el ejercicio de la acción política son respetados y aquellos que reivindican su condición de «preso político» lo hacen tras ser acusados de graves delitos de violencia –asesinato, atentado, extorsión y asociación o colaboración con banda armada– o contra la legalidad vigente. Cualquier idea, incluso las que quieren acabar con el sistema que le asegura sus derechos, puede ser expresada y ejercida. La dirigente de la CUP –el partido anticapitalista que con más fervor encabezó el golpe separatista catalán–, Anna Gabriel, ha huido a Suiza con la esperanza de labrarse un futuro como «presa político». Sin serlo, claro. Una evolución lógica del martirologio nacionalista. Buscará que el Consejo de Derechos Humanos, con sede en Ginebra, donde reside asesorada por un abogado de ETA, le preste atención y como reconocida activista buscará atraer la atención a su causa. Ahora bien, será difícil –o imposible– demostrar que España incumple el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Por citar aquellos de cuyo ejercicio Gabriel ha hecho una profesión: libertad de pensamiento, de conciencia y de religión (art. 9), libertad de expresión (art. 10) o prohibición de discriminación –por sexo, raza, color, lengua...– (art. 14). Por lo tanto, se trata de una farsa política, una más, a la que el independentismo es proclive para mantener su proyecto. Esta misma argumentación sirve para juzgar la obra de Santiago Sierra expuesta hasta ayer en ARCO, en la que con el título «Presos políticos» incluía a los dirigentes independentistas Oriol Junqueras, Jordi Sánchez o Jordi Cuixart. En su derecho está considerarlos víctimas de estar detenidos –condicionalmente– por sus ideas, cuando llevan años expresándolas libremente –a cargo de los presupuestos generales–, organizando desde las instituciones públicas el triunfo de ellas, siendo cargos electos en su nombre e, incluso, subvirtiendo el orden constitucional para imponer la República Catalana, se quiera o no. Todo es posible hasta que se incumple la Ley. Pero el arte, que es sí la sublimación de la mentira, puede permitirse por un atávico acuerdo cultural decir lo que le plazca –en contra de lo que aconsejaba Platón–, aunque sea una absoluta memez, desagradable, feo sin más. Hasta de los bodrios responde el artista, aunque no afecte a su cotización: la pieza, compuesta de 24 fotografías pixeladas fue vendida por 96.000 euros. La obra de Sierra ha sido retirada a petición de los responsables de la feria de arte contemporáneo, lo que contradice el derecho «a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción» (art. 20 de la Constitución), lo que supone un acto de censura («el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa»), nos guste o no. La medida fue aceptada incomprensiblemente por la galería que la exponía y vendió, una torpe decisión que debía haberse meditado más, saliendo de una veterana experta. Este suceso afecta al prestigio de ARCO y entronca con una tendencia abierta en el arte: una corrección política paranoica que ha derivado en un puritanismo que ha provocado casos tan lamentables como los de impedir exponer cuadros de Balthus por mostrar sus clásicas adolescentes. Cuidado con los censores: llegará el día que los niños tengan prohibido contemplar «La maja desnuda» de Goya o «El rapto de Lucrecia» de Tiziano.
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