Presidencia del Gobierno

Regeneración democrática

A nadie se le oculta que la corrupción, en especial la relacionada con la malversación de los caudales públicos, produce un especial rechazo entre los españoles que, encuesta tras encuesta, la sitúan entre los problemas que más preocupación les causa. Sin negar que la actual percepción tan negativa de la actividad política pueda estar distorsionada por una sobreexposición al gran despliegue informativo con que se siguen estos casos de fraude y, también, al cruce de acusaciones desmesuradas entre los distintos partidos, lo cierto es que la actual legislación se ha demostrado, cuando menos, insuficiente para garantizar la transparencia en el uso de los fondos públicos y, en su caso, sancionar las conductas irregulares. Se puede aceptar que la corrección de las deficiencias del sistema, articulado en un verdadero laberinto normativo, no era una tarea sencilla, pero es incuestionable que el principal obstáculo para llevar a cabo los cambios precisos era la falta de una decidida voluntad política de arrostrar el problema. Y este es el gran cambio que ha propiciado el Gobierno que preside Mariano Rajoy al impulsar su plan de regeneración democrática y contra la corrupción. Como botón de muestra, baste señalar que los dos anteproyectos aprobados ayer por el Consejo de Ministros suponen llevar a cabo modificaciones en el articulado de 15 leyes actualmente vigentes, con sus correspondientes transposiciones reglamentarias. Además, el gran calado de algunas de las medidas propuestas no sólo debería servir para acallar las voces que desde la oposición, en especial del PSOE, insistían en tildar de «cortina de humo» el programa de reformas anunciado por Mariano Rajoy, sino que exige que, de una vez por todas, las distintas formaciones políticas se impliquen en un proceso que afecta directamente a su credibilidad ante los ciudadanos. No nos cabe duda de que el Gobierno sacará adelante la reforma, aunque sea en solitario, pero parece obligada, al menos en este caso, la colaboración de todo el arco parlamentario. Entre otras cuestiones, porque los cambios afectan directamente a las vías de financiación de los partidos políticos, a su relación con los donantes privados o las entidades de crédito, a la transparencia en la rendición de sus cuentas, a la responsabilidad penal agravada de los gestores y los tesoreros, y al incremento de las atribuciones del Tribunal de Cuentas en la fiscalización de los fondos. En definitiva, estamos ante una de las reformas con más trascendencia sobre el funcionamiento de los partidos políticos –que son el instrumento fundamental de la democracia parlamentaria–, a los que se exigirá que den cumplida razón de cómo gestionan el dinero de los españoles. Si esta reforma se hubiera hecho hace diez años es muy probable que hoy la corrupción no fuese una de las principales preocupaciones de los ciudadanos.