
Los puntos sobre las íes
Escarrer
Su aliento permanente fue clave para no sucumbir a la tentación de arrojar la toalla
No fue fácil mi aterrizaje en Baleares allá por 2001 para dirigir la edición local de El Mundo. Era muy joven, 33 años, forastero y procedente de Madrid, lo cual agravaba exponencialmente las cosas, y atesoraba unas ganas infinitas de poner patas arriba el sistema corrupto que imperaba en las Islas. El cóctel perfecto para que, en lugar de comprar el piso a mi hermana que diría El Cordobés, todos hubieran llevado luto por mí. Mi memoria jamás borrará el día de 2002 en el que publicamos la primicia con la que nadie se había atrevido: «Munar transporta la grava de las carreteras que adjudica». Vamos, que era juez y parte. La presidenta del Consell de Mallorca, que cumple una condena de 14 años de cárcel, convocó una rueda de prensa y nos llamó «men-ti-ro-sos». Exactamente así, enfatizando las sílabas. «Es falso que yo posea el 30% de esa empresa, tengo el 100%», apostilló entre mi estupefacción y las carcajadas cómplices de una clase periodística que sobrevivía gracias al multimillonario abrevadero de publicidad institucional. Me sentí muy solo. Pero no cejé en el empeño por ese imperativo moral que me ha llevado sistemáticamente a meterme en problemas con el poder establecido, se llame Munar, Matas, Urdangarin, Pujol, Bárcenas, Juan Carlos I o Sánchez. A cada corruptela que destapábamos, nos apuntaban con el dedo inquisidor como si fuéramos una suerte de perturbados empeñados en implosionar el statu quo. La pájara echaba mano de un cinismo nivel dios cada vez que se le mentaba el asunto de una compulsiva corrupción que la llevó a instalarse una caja fuerte de metro y medio de altura en su domicilio: «No me vais a pillar y si me pilláis, da igual, aquí estas cosas no se tienen en cuenta».
La vida seguía igual con Urdangarin, Matas y las decenas de politicastros que gastaban relojes y coches de 100.000 euros pese a que ganaban 50.000 al año. La sociedad civil balear me trataba como si fuera uno de esos intocables de India a los que nadie saluda, estrecha la mano o siquiera mira a la cara. Pero la regla siempre viene acompañada de la excepción. Y una de esas gloriosas excepciones se llamaba Gabriel Escarrer, el fundador de Meliá. Nos encontrábamos no sólo en los mil y un actos sociales que jalonan el año mallorquín sino también por el barrio que compartíamos. En él encontré el consejo y el ánimo de esos veteranos que se comportan como un segundo padre. «No aflojes, Eduardo, lo que tú haces es muy importante, hay que limpiar mi tierra», me espetaba. Todas las navidades me mandaba una carta impecablemente redactada de su puño y letra instándome a no bajar la guardia –misivas que guardo enmarcadas–. Su aliento permanente fue clave para no sucumbir a la tentación de arrojar la toalla. Ahí aprendí a admirar y a querer a la persona, lo del personaje venía de atrás. En Estados Unidos su caso se estudiaría en Harvard: crear de la nada una cadena hotelera con el que seguramente es el mejor ratio calidad-precio del mundo no está al alcance de cualquiera. Sumar 370 hoteles en todo el planeta adquiere prácticamente la condición de milagro a radiografiar por la vaticana Real Congregación para las Causas de los Santos. Y más en esta España cainita en la que si triunfas, te tiran a matar, todo lo contrario de esos EEUU en los que el éxito es mimético. Gabriel se nos ha ido físicamente antes de lo que pensábamos pero su ejemplo, su ética, su bondad y su genialidad se quedan porque es sencillamente inmortal.
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