Tribuna

Eucaristía, siembra de fraternidad, de amor y de paz

La Eucaristía nos lleva a vivir como hermanos, nos reconcilia y nos une

La Iglesia entera, en cualquier rincón de la tierra, todos los pueblos de España, y de modo muy especial Toledo, Granada, Sevilla, Valencia, el domingo pasado celebramos con júbilo radiante la solemnidad del "Cuerpo y la Sangre de Cristo", el Día del Señor: fiesta en la que el pueblo cristiano confiesa y aviva su fe en el misterio de la Eucaristía y lo proclama con vibrante gozo con manifestaciones desbordantes de esplendor, piedad e incomparable belleza. "La Eucaristía ha caracterizado siempre nuestra genuina identidad : la fe de nuestros pueblos, el fervor de las procesiones del 'Corpus Christi', la filigrana de nuestras custodias, la expresividad de la música sacra, la catequesis de los autos sacramentales, la adoración al Santísimo en nuestras iglesias, la inspiración eucarística de muchos institutos de vida consagrada, de cofradías y asociaciones, la inocencia de las Primeras Comuniones y la esperanza serena del Viático, la contemplación mística de nuestros santos y el testimonio de nuestros mártires por la Eucaristía.

La Eucaristía, el sacramento o misterio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, plena manifestación de su inmenso amor, está en el centro de la vida eclesial y cristiana, es su fuente y su cima, es el sacramento de nuestra fe, el que hace la Iglesia, el que contiene todo su bien espiritual, Cristo mismo, en persona, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por el Espíritu Santo. La Iglesia nace del misterio pascual que se hace acto y presencia eficaz en la Eucaristía y, por ello, vive de la Eucaristía, que encierra en síntesis el núcleo de su misterio: De ella vive, y del "Pan vivo", que en ella se nos da, se alimenta. Cada vez que en la Iglesia celebramos la Eucaristía, evocamos la encarnación real y verdadera del Hijo de Dios que tomó un cuerpo en el seno virginal de su Santísima Madre, María, el primer y más hermoso y digno sagrario de toda la historia; recordamos así mismo, como memorial, la muerte del Salvador y anunciamos su resurrección en espera de su venida. Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad. Ningún sacramento es más precioso y más grande que este, banquete pascual en el cual se come a Cristo mismo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria venidera: Cuando comulgamos, en efecto, somos en verdad incorporados a Cristo, vivo y realmente presente. En la Eucaristía Cristo en persona, a pesar de nuestra indignidad entra en nuestra casa, como en la de Zaqueo, nos acoge, nos perdona, nos alimenta con su palabra y nos envía en misión al mundo. “La Iglesia, dijo el Papa san Juan Pablo II en su última Encíclica 'Ecclesia de Eucaristía', ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado...Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de la salvación y 'se realiza la obra de nuestra redención'... Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega 'hasta el extremo', un amor que no conoce medida" (EdE, 11)."Cantemos al Amor de los amores, / cantemos al Señor. /¡Dios está aquí! Venid, adoradores;/ adoremos a Cristo Redentor". De esta manera, en este canto tan popular y arraigado en el pueblo español, expresamos la fe de la Iglesia en el misterio eucarístico. Es verdad: "Dios que es amor", ¡está aquí!, se ha hecho próximo a nosotros, vecino nuestro, porque Jesucristo es "el Emmanuel, Dios con nosotros, desde su Encarnación hasta el fin de los tiempos. Y lo es de modo especialmente intenso y cercano en el misterio de su presencia permanente en la Eucaristía. ¡Qué fuerza, qué consuelo, qué firme esperanza produce la contemplación del misterio eucarístico!¡Es Dios con nosotros que nos hace partícipes de su vida, y nos lanza al mundo para evangelizarlo, para santificarlo!" (Juan Pablo II), para amarlo, para decirle así que Dios le ama, que Dios está cercano, que no pasa de largo de nosotros, que le importamos los hombres como no podríamos imaginar, que se ha hecho carne de nuestra carne y nos ha amado en un verdadero derroche de sabiduría y de gracia en favor de todos, preferencialmente de los últimos, de los pecadores, de los pobres y los que sufren. En la Eucaristía se nos descubre, así, la grandeza del hombre, la grandeza de la vocación, la grandeza y la dignidad inviolable de todo ser humano que nada ni nadie puede conculcar o ensombrecer, y menos destruir. Este es el misterio de nuestra fe, esta es la fuente de vida cristiana, aquí se guarda cuanto queda de amor y de unidad, aquí está presente el Amor infinito que no tiene medida ni nadie puede abarcar, aquí se nos entrega, aquí se nos da, aquí se renueva hasta el fin el asombroso misterio del amor de Cristo, cuyo punto culminante es su inmolación en la Cruz por nuestros pecados y por la vida del mundo : "no hay mayor amor que el dar la vida por los amigos", nosotros, todos los hombres, somos sus amigos. Aquí está su carne entregada para la vida del mundo. Aquí la vida de Cristo, su amor sin medida, pasa a nosotros, para que vivamos por Él, para que amemos como Él mismo nos ha amado, con su mismo amor y del mismo modo que Él. Dios nos bendice y nos enriquece con toda suerte de bienes espirituales en su Hijo Jesucristo, en su Cuerpo y Sangre, en el sacrificio eucarístico. La fiesta que celebramos el domingo nos remite a la bendición del Dios Altísimo sobre el hombre, fuente y origen de todos los bienes. La bendición de Dios se hace actualidad de manera siempre nueva para nosotros y el mundo por el sacramento de la Eucaristía. Dios quiere bendecir al hombre, Dios bendice al hombre. No es causa de alienación del hombre, sino todo lo contrario. Su gloria es nuestra gloria, su Bendición es nuestro bien. Lejos de empequeñecer al hombre, le infunde luz, vida y libertad para su progreso; fuera de Él nada puede satisfacer el corazón del hombre: "nos hiciste, Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Cf GS 21).

Es cierto que muchos hoy se empeñan en vivir al margen de Dios y como si Dios no existiera. Con dolor profundo lo digo, es muy habitual en la sociedad encontrarse con un tipo de hombres que conciben y proyecten su existencia, sin que Dios cuente para nada en ella, como si la vida y la muerte, como si todo en la existencia estuviese únicamente en manos de cada hombre y nada más, es decir en sus manos. Son no pocos los que dicen no querer depender de nada ni de nadie que no sea él mismo, como si el hombre fuese el dueño único exclusivo de la vida y de la historia. Todos podemos adivinar a qué consecuencias tiránicas y trágicas podría conducirnos este modo de ver las cosas: la voluntad de poder es una de las consecuencias que fácilmente se genera a partir de ahí con todos sus efectos devastadores para el hombre y su futuro. De ese vivir de espaldas a Dios, o de tratar de someterlo a su dominio, han brotado guerras crueles y exterminios de gentes, legislaciones inicuas, que como tales no obligan y han de desobedecerse, que permiten la aniquilación o manipulación de la vida, cercenan libertades y derechos fundamentales de la persona, atentan contra la dignidad del hombre o contra la familia basada en el matrimonio único e indisoluble entre un hombre y una mujer. En este ambiente hablar de la bendición de Dios, del don de Dios parecería que no tiene sentido. Sin embargo, la bendición de Dios, el don de Dios es lo más real, lo más verdadero, lo más inserto en el corazón del hombre, lo más anhelado por él: son, en efecto, muchos los que buscan y anhelan hoy -a veces sin saberlo- el rostro de Dios y que suplican su bendición. ¡Son tantos los enfermos del cuerpo y del alma, marginados y excluidos de la sociedad, abandonados y viviendo en soledad, de toda edad y condición, desde los niños de la calle hasta los ancianos más desvalidos, los moribundos... que no esperan o no tienen nada que esperar de los hombres, y que necesitan e imploran la bendición de Dios! Son tantas las situaciones hoy y siempre en las que no puede por menos que surgir desde las raíces más hondas de su alma y de su experiencia histórica la humilde confesión de la necesidad de Dios. La Eucaristía es siembra y exigencia de fraternidad y de servicio a todos sin excepción empezando por los más necesitados en su cuerpo y en su espíritu. Así, quienes comparten la Eucaristía no pueden se insensibles ante las necesidades de los hermanos, sino que deben comprometerse en construir todos juntos a través de las obras, la civilización del amor. La Eucaristía nos lleva a vivir como hermanos, nos reconcilia y nos une; no cesa de enseñar a los hombres el secreto de las relaciones comunitarias y la importancia de una moral fundada sobre el amor, la generosidad, el perdón, la confianza en el prójimo, la colaboración mutua, la solidaridad, la CARIDAD. Ahí está el futuro ¡Cómo necesitamos de esto en España y en el mundo entero!