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Tribuna

Evangelio de Epicuro según los dos Diógenes

El maravilloso Evangelio del epicureísmo es prueba sumaria de la pertinaz pervivencia de la semilla inmortal de la sabiduría

Podemos preguntarnos qué hubiera pasado con las enseñanzas de Sócrates si no hubiera existido Platón, con las de Cristo sin sus Evangelistas y su antiguo perseguidor y luego apologista, Pablo, o con las del Buda si sus discípulos no hubieran reunido el Tripitaka o si no hubieran vivido filósofos como Nagarjuna. Me ha dado por pensar últimamente que, contra lo que puede pensarse, sus doctrinas no hubieran perecido jamás, sino que su revolucionario pensamiento habría trascendido y perdurado por otras vías, más allá de los textos escritos. El «logos» es, por decirlo platónicamente, una especie de semilla inmortal en el alma, que sobrevive pese a todo. Mucho se parecen las enseñanzas básicas de las diversas tradiciones sapienciales –todo empieza por salir de nuestro estrecho ego y reconocer la verdad a través de la íntima hermandad con todo, los demás seres humanos y la naturaleza– y muy sintomático también es su carácter casi indeleble, como si las tuviéramos grabadas a fuego en nuestro interior. Y es que la escritura fue tradicionalmente puesta en tela de juicio, como un fármaco defectuoso para la memoria, por algunos sabios como Platón, en su célebre mito del «Fedro». Consignar el «logos» sobre papiro, piedra, papel o formato digital no nos garantiza nada si no lo mantenemos vivo de generación en generación con experiencias, enseñanzas y memorias que son obras vivas. Por eso, a los que nos consuela pensar que materia y conciencia están indisolublemente unidas y que hay la misma cantidad de materia desde la cosmogonía, también nos complace pensar que el «logos» se transmitirá siempre entre nosotros aunque los sabios –o sus discípulos– no hayan escrito nada o, como en el caso de Epicuro, su obra se haya perdido.

El maravilloso Evangelio del epicureísmo es prueba sumaria de la pertinaz pervivencia de la semilla inmortal de la sabiduría. El fundador del Jardín, que promueve la buena vida a través del conocimiento como camino hacia la felicidad (eudaimonía), escribió mucho –en su etapa postsocrática muchos filósofos escribieron largas obras–, nada menos que unos 300 rollos de papiro de los que se ha perdido casi todo rastro. Pero sus ideas perviven gracias a un grupo de incondicionales: los epicúreos. Para ellos el conocimiento no proporciona el gozo en sí, pero prepara las condiciones de posibilidad para alcanzar la imperturbabilidad y la libertad del sabio, en un celebrado modelo de conducta. Aconsejaban desocuparse totalmente de la política, porque conlleva una vida de cuidados contrarios a la quietud, y consideraban que satisfacer los deseos en general era algo bueno (los deseos naturales y necesarios, claro), aunque no hay que ceder al impulso que demandan si su satisfacción puede ser fuente de males peores que su insatisfacción. Entre placer y dolor, las modulaciones pueden conducir a la ataraxia como bien supremo, tras eliminar el miedo a la muerte, a los dioses, al futuro, a lo irracional y, en suma, a la esclavitud de lo aparente. Frugalidad y vida sencilla son claves en la senda del sabio, lo que no se contradice con el disfrute de la vida sin fiar nada al más allá.

El proverbial buen ánimo de Epicuro, con su ética ligada a la física atomista y carente de dioses castigadores, fue admirado por fieles secuaces que lo tomaron como inspirador de un nuevo evangelio de libertad y verdad, que habría que buscar con serenidad y una sonrisa en los labios. Estos felices compañeros del Jardín, tanto en su época helenística como en la posterior romana, creyeron que en la difusión de su mensaje residía la clave de la salvación del género humano. Larga es la nómina de estos epicúreos. En el siglo I a.C., un seguidor como Filodemo de Gádara pudo reunir en una estupenda villa en Herculano, gracias a Calpurnio Pisón, una enorme biblioteca epicúrea –que luego quedó sumergida por la lava del Vesubio y hoy se va rescatando poco a poco–, con testimonios de una teoría del arte y de la vida. Otro epicúreo de ese momento es el poeta romano Lucrecio, que escribe en latín su magnífico poema «De Rerum Natura», cuyo redescubrimiento en el siglo XV precipitará el Renacimiento. Otros poetas como Virgilio u Horacio difundieron el evangelio epicúreo de una vida frugal de placeres intelectuales y camaradería: hay que recordar los perdurables lemas horacianos, la «aurea mediocritas», el «carpe diem» o el «beatus ille» como máximas de un feliz y sencillo epicureísmo.

Pero, tras el ejemplo de los poetas latinos, me gustaría aún destacar a dos entusiastas epicúreos, un millonario y un erudito, los dos Diógenes. Su labor fue esencial para propagar el epicureísmo y nos muestra el éxito de su mensaje a lo largo de la antigüedad. Diógenes de Enoanda, un millonario del siglo II –época en la que el estoicismo estaba en su cénit con Epicteto o Marco Aurelio–, quiso costear de su bolsillo una enorme inscripción con lecciones epicúreas con miras a la salvación de sus compatriotas. El otro Diógenes, llamado Laercio, también será evangelista de nuestro Epicuro ya en el siglo III o IV: aunque no conocemos casi nada de su biografía, su obra lo perfila como un erudito bienhumorado y simpático. Sus fantásticas «Vidas y opiniones de filósofos ilustres» son un compendio delicioso de filosofía y anecdotario: deleitan y enseñan, delatando a la vez sus simpatías por una u otra escuela. No oculta, al cierre de su obra en el libro X, su preferencia por el epicureísmo con la loa a la vida y la obra de nuestro pensador.

David Hernández de la Fuentees escritor y Catedrático de Filología Griega de la UCM.