
El ambigú
No hay gloria en la pobreza de nuestros hijos
Un país que deja atrás a los más débiles es un país que se traiciona a sí mismo
España va bien. Se nos repite que la economía crece, que la renta media de los hogares ha mejorado y que la pobreza se reduce. Pero cuando nos detenemos a mirar más allá del titular y bajamos al terreno de lo cotidiano, descubrimos una realidad mucho menos alentadora. En 2024, más de 10 millones de personas en nuestro país seguían en riesgo de pobreza o exclusión social. Entre ellas, más de un tercio de nuestros niños. Sí, en plena Unión Europea, en un país que presume de avances sociales y de un sistema fiscal fuerte, uno de cada tres menores vive en condiciones que comprometen su bienestar y su futuro. Somos la segunda nación de la UE con mayor tasa de pobreza infantil. Esta no es una cifra. Es una herida abierta. El preámbulo de nuestra Constitución proclama «la voluntad de garantizar la convivencia democrática …. conforme a un orden económico y social justo». Uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico, según el artículo 1.1, es precisamente la justicia. Pero ¿qué justicia puede haber cuando el 17% de los hogares con empleo y con hijos viven en pobreza laboral? ¿Qué seguridad ofrece un país donde el 40% de los jóvenes necesita ayuda familiar para pagar la vivienda? ¿Qué libertad real existe cuando millones de personas no tienen cubiertas sus necesidades más básicas? Las Escrituras lo recuerdan: «El que cierra su oído al clamor del pobre, también él clamará y no será oído» (Proverbios 21:13). Si una sociedad cierra los ojos ante la desigualdad, está condenada a reproducirla. Y si lo hace quien detenta el poder, el daño es aún más profundo. Porque luchar contra la pobreza y la desigualdad no es una opción política: es una obligación moral. Esa obligación recae en todos, en la ciudadanía, en las empresas, en las instituciones educativas, en los medios. Pero especialmente –y de forma ineludible– en quien administra los recursos públicos. Los gobiernos, sean del signo que sean, no pueden escudarse en la retórica ni en las estadísticas maquilladas mientras millones de personas se debaten entre la precariedad y la desesperanza, y máxime en un Estado que recauda como el que más. No estamos ante un problema de recursos, sino de prioridades. Para repartir riqueza hay que generar riqueza. La redistribución no es sostenible sin una economía dinámica, innovadora y productiva. Pero tampoco es suficiente crecer sin compartir. El crecimiento económico debe estar al servicio del bien común. Un país que crece sin cohesión es un país que se fractura. Un país que deja atrás a los más débiles es un país que se traiciona a sí mismo. Durante demasiado tiempo se nos ha hecho creer que la justicia social era monopolio de la izquierda, como si la solidaridad dependiera del color político del gobierno. Pero la compasión no se legisla, se practica. La justicia social exige algo más que voluntad: exige eficacia, visión y responsabilidad, exige políticas que vean en la igualdad de oportunidades no un lema electoral, sino un objetivo nacional. La verdadera grandeza de una nación no se mide por su PIB, sino por cómo trata a sus más vulnerables. No estamos para sentirnos orgullosos mientras haya niños que no pueden comer bien, jóvenes sin horizonte, familias que trabajan y siguen siendo pobres. No mientras la justicia sea un eslogan y no una realidad. No mientras la solidaridad sea una pose y no una práctica. La política, como dijo Aristóteles, es la forma más elevada de la caridad cuando se ejerce con rectitud, gobernar también es administrar con justicia, y redistribuir es construir futuro. La Justicia social no es un patrimonio ideológico.
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