Letras líquidas

Sin hogar

La combinación de un despido, un desahucio, una enfermedad o un divorcio se convierte en el empujón al desamparo en el que quedan quienes terminan viviendo en la calle

Hace años debatían en un programa de radio sobre el fenómeno del sinhogarismo. Tras incidir en que se trata de una situación a la que cualquier ser humano puede verse abocado, uno de los expertos aportó un dato que llamó mi atención: a lo largo de la vida de una persona es probable que tenga que enfrentarse a circunstancias extremas, golpes emocionales, pérdidas, crisis laborales, económicas o cualquier tipo de sacudida de las que desestabilizan y marcan. Añadía que, aunque la media de esos batacazos vitales está en uno o dos, no suelen darse seguidos, de manera que uno puede encontrar fuerza y capacidad para recuperarse. Sin embargo, continuaba el especialista, hay quien recibe más, cuatro, cinco, incluso varios de ellos concatenados y sin margen de tiempo para reaccionar. La combinación de un despido, un desahucio, una enfermedad o un divorcio se convierte en el empujón al desamparo en el que quedan quienes terminan viviendo en la calle o buscando refugio en espacios cerrados y crear una ficción de morada. Lamento no recordar quién expuso aquella teoría, basada en su experiencia profesional, pero, desde entonces, esta idea de los dramas en cadena me ha acompañado cada vez que un asunto relacionado con las personas sin techo ocupa el foco público, cuando logra escapar del rincón oscuro al que nuestra sociedad, de triunfos, éxitos y luces, envía todo aquello que prefiere no ver. Ahora, los 400 de Barajas han reactivado la conversación sobre su realidad. Se pone cara, gesto y humanidad a quienes muchas veces quedan reducidos a estadística, siete de cada cien personas en España podrían caer en esa vulnerabilidad, según Eurostat. Y aunque resulta fácil deslizarse hacia la sensiblería o la demagogia, pocas adversidades puede uno imaginar como la de no tener un lugar al que llamar hogar. Ojalá a quienes ha abandonado la suerte, el karma, el destino o la casualidad (cada uno elige el nombre que poner a su desgracia), le sonrían ahora, al menos, las administraciones.